Fue en el año 1987, creo, cuando conocí a Julio Chiroque, en el antiguo y hoy desaparecido local de la ANEA, en el jirón Puno del centro de Lima. ¿Quién de sus amigos no recuerda su gesto serio cuando, cogiendo un poema o un relato ajeno, decía: "Voy a hacer un análisis sicolingüístico de tu trabajo"? Era un poeta íntegro, dolido por lo que él consideraba la marginación de los medios siempre dispuestos a elogiar a autores de otros estratos sociales más favorecidos. Tumbesino, sanmarquino, socialista, estudiante de sicología y poeta, todo eso era Julio. Por gestiones suyas, pude leer mis cuentos en el auditorio de la Municipalidad de Lince. Asimismo, cuando leí mis cuentos en el auditorio de Euroidiomas, en Miraflores, estuvo él entre el público, aplaudiendo mis modestos relatos, sin que ello significara incondicionalidad literaria pues, cuando pensaba que una obra no servía, lo decía sin ningún reparo.
Su gran poema "Los gallos vigilantes", pleno de simbolismo, es conocido en muchos lugares del país. Quien desee leerlo puede encontrarlo fácilmente en Internet. Ahora quiero recordar aquella noche de diciembre de 1989, cuando presentó su primer libro en la Casona de San Marcos, en pleno Parque Universitario. Yo llegué como un espectador más, modestamente vestido, con mi ropa de trabajo apretada dentro de un viejo maletín y de pronto Julio, irreconocible con un saco marrón y una corbata oscura, desesperado, me rogó que yo fungiese de maestro de ceremonias, pues le había fallado Gustavo Armijos. ¿Qué podía hacer yo, sino aceptar? Lo hice, y la velada resultó agradable y satisfactoria. Julio leyó sus poemas (recuerdo uno que decía "Bayo es mi caballo"), su libro fue presentado, el público aplaudió (estuvieron en la mesa de honor allí Mario Florián y Hudson Valdivia) y, probablemente, mi amigo sintió por una vez en su vida que era reconocido como lo que era en verdad: un honesto poeta del pueblo. Guardo una foto de aquella jornada, con la dedicatoria de Julio.
Años después supe que Julio había fallecido en un accidente ferroviario en Puno. Había viajado hasta allí con otros escritores para desarrollar un taller literario. Un tren acabó con su vida, cuando caminaba junto a la vía férrea. Con su muerte, muchos poemas se perdieron. Quedaron en el limbo, sin ser llevados al papel, inmateriales, apesadumbrados por no poder salir nunca a la luz.
A veces pienso que Julio está en algún lugar, tal como lo dijo en su más conocido poema, vigilante y atento, cuidando que lo que escribamos lo expresemos honestamente y con el corazón, sin ser fariseos ni hipócritas de las letras, diciendo, con altura pero con firmeza, lo que en verdad pensamos. Julio, algún día volveremos a hablar de la literatura, de la amistad, de la vida. Hasta entonces.