lunes, 27 de noviembre de 2023

EVOCACIÓN DE ELÍ MARTÍN

 

Conocí a Elí Martín en el año 1988, aproximadamente, en el restaurante La Capilla, del Jirón Lampa, en el centro de Lima. El zambo Gustavo Armijos había organizado la presentación de un número especial de su revista de poesía La Tortuga Ecuestre, número destinado a difundir el poemario Elogio de los navegantes del poeta nacional Juan Ojeda, miembro de la tríada trágica que también conformaron Luis Hernández y Javier Heraud. Allí también conocí al poeta Víctor Bradio. Por cierto, ya ninguno de ellos respira. Elí, Gustavo y Víctor partieron, cual una nueva tríada, la de mis buenos amigos que ahora imaginan poemas cerca del Creador. Más todavía, el mismo restaurante La Capilla cerró sus puertas, para dar paso a una playa de estacionamiento. Así que esta es una evocación en todo el sentido de la palabra.

 

En aquel tiempo yo aún pertenecía a las filas de la Marina de Guerra. Eso me hacía sentir un poco inseguro respecto de mis afanes literarios, considerando que todos aquellos hombres tenían una vida literaria intensa. Gustavo Armijos, que había sido locutor deportivo en la radio, poseía una cultura inmensa, y podía hablar horas y horas sin aburrir. Todos ellos hablaban de poesía, y yo de narrativa. Pero aquella noche Elí Martín (era su verdadero nombre), fue conmigo muy amable y me dijo que mis escritos tenían alguna calidad y yo no tenía porqué sentirme disminuido. Fue la primera de las muchas veces que lo vi.

 

Elí veía la vida con alegría, con desenfado, y saboreaba todos los placeres, aun aquellos que la gente llama prohibidos. Pero esos placeres no condicionaban sus ideas. Él no consideraba adversaria a la gente común, ni llamaba despectivamente heterosexuales a quienes no compartíamos sus preferencias amatorias. No se vestía chillonamente, ni pretendía ser tratado con especial delicadeza. Por ello, era muy querido y respetado por sus amigos.

En el año 1995 publiqué el primer número de mi revista El Narrador. Allí incluí un poema suyo que desgraciadamente se me ha perdido. Debo reconocer, que siendo yo en aquella época mucho menos maduro que hoy, redacté para el final un resumen jocoso de datos sobre mi amigo, con ánimo un tanto burlón, estando seguro de que él no lo aprobaría antes de su envío a la imprenta:

“ElÍ Martín (Lima, 1961). Poeta de íntimos rincones, secretas aberturas y profundas rajaduras del alma. Tiene una sensibilidad exquisita. Se entristece cuando encuentra una flor marchita, y llora cuando ve un pájaro muerto. La energía de sus pasiones contenidas descarga en el papel millones de ansiosos electrones. Su más ferviente -y oculto- deseo, es que el mundo lo haga feliz”.

En forma para mí sorpresiva y entre carcajadas, Elí aprobó aquel resumen, y así fue publicado. Inclusive, compartimos la mesa cuando aquel primer número de El Narrador fue presentado en una sesión de los Viernes Literarios del poeta Juan Benavente.

 Recuerdo el título de un poema suyo: “Oscuros deleites”. Llegó a publicar un libro de poesía titulado “Poemas como lienzos”. También publicó algunos números de la revista “Verso & Collage”.

Aquí una muestra de su obra poética:

 

METAFÍSICA DEL BODEGÓN

 

Exhalando eximias veladuras
como atmósfera extasiándose
la pera roja enerva el deseo
& la magenta col se abre hasta el paroxismo
desflorándose

El misterio enajena el transparente mantel
con apetecibles botellas lilas
& el cesto expele sus encantos
con extraviadas berenjenas
como fresas lujuriosas

Exóticas vasijas se esfuman
hasta alcanzar la luz
que penetra por el mágico
umbral oscurecido.

 

En el Parque del Amor de Miraflores, un mosaico muestra el título de uno de sus más bellos poemas: “Es un azar no encontrarte”. Es un pequeño y justo homenaje para quien supo combinar como pocos la amistad y la literatura.

Elí Martín partió en el año 2001, a los cuarenta años. No importan la causa de su muerte ni la enfermedad que se lo llevó. Importa más el recuerdo de su calidez, su carácter risueño y su talento literario. Ahora está junto a Gustavo Armijos, Víctor Bradio, Ulises Valencia, Julio Chiroque y otros escritores peruanos que anhelaron y no lograron llegar al Parnaso, pero crearon mucha belleza y enriquecieron las vidas de quienes los conocimos. Allí llegaré en algún momento, para continuar nuestros debates literarios. Ellos hablando de poesía, y yo hablando de narrativa.

sábado, 15 de julio de 2023

EL AMOR EN TIEMPOS DE LAS NIIF

 

De los miles de estudiantes de contabilidad que conocí en mi labor docente ejercida en la Universidad Nacional del Callao, un caso muy especial fue el de Marisela. Fui su profesor de un curso en el que desarrollábamos las Normas Internacionales de Información Financiera, y fue una excelente alumna. 

Un día me enteré de que su padre era contador de profesión y de vocación. Tanto era el apego paterno a la contabilidad, que había bautizado a su primogénito -el hermano de Marisela- como Lucas Pastor, en homenaje al prohombre de la ciencia contable llamado Lucas Pacciolo. Pero la obsesión de aquella familia por la contabilidad había ido más allá. El abuelo paterno de Marisela había tratado durante años de construir una nueva teoría contable con base en un novedoso mecanismo que él había bautizado como la partida cuádruple. Al no lograr su cometido luego de interminables noches consagradas al tema, acabó por perder el juicio y un día lo vieron en un cruce de avenidas, ataviado con una gorra, una casaca verde y un bastón de madera, pretendiendo dirigir el tránsito. Así estuvo, como policía ad honorem, hasta que lo internaron en el hospital Larco Herrera, el más conocido nosocomio para orates de Lima.

Marisela era esbelta y de rasgos armoniosos. Su cabello larguísimo, ligeramente ondulado, y su sonrisa perfecta realzaban su belleza. Pero, lo que más agradaba en ella, era su voz. Un timbre cálido, gentil, optimista y educado la diferenciaba de la gran mayoría de sus compañeras. Durante el semestre en que fui su profesor, pude notar que ella se sentía fuertemente atraída por su compañero Alexander, joven apuesto y de ojos claros. En verdad, a mí la belleza masculina siempre me ha parecido peligrosa. Alguna vez leí unas declaraciones de una famosa artista europea, quien dijo “los hombres guapos me dan náuseas”.

El caso es que Marisela estaba enamorada de aquel compañero. Así me lo aseguraron algunos de sus condiscípulos. Pero también me contaron que el amigo Alexander era un mujeriego incorregible. En la Universidad había tenido cinco enamoradas, y sus amoríos eran tan efímeros como crueles. Abandonaba a las chicas sin ningún remordimiento. Luego iba en busca de su siguiente conquista, siempre respaldado por su innegable atractivo físico.

Pasaron los semestres, y Marisela fue nuevamente mi alumna, esta vez en el curso de Matemática Financiera. Su amor imposible Alexander se había rezagado un poco, pues había sido desaprobado en el curso de Contabilidad de Sociedades por el profesor Verástegui. Este profesor siempre mostraba un semblante triste pues había sufrido un trauma cuando, al acudir a un hospital del Seguro Social por un problema en la próstata, en forma repentina y brusca lo auscultó un urólogo africano.

Hasta que llegó el día. Una tarde, Marisela, radiante, me lo contó. Por fin había iniciado una relación con aquel efebo, tanto tiempo esperado, llamado Alexander.


-        O sea que se dieron el primer piquito -le dije, a modo de broma.

-        Bueno -vaciló ella-, la verdad es que fue un tanto excesivo.

-        ¿Acaso fue irrespetuoso?

-        Alexander es lindo. Esa mirada me derrite. Pero sus manos…

-        ¿Fue muy manolarga?

-        No sé si contárselo a usted…

-        Solamente te digo que nunca olvides que en una relación caprichosa y apresurada el varón obtiene placer, y la mujer solamente obtiene futuros sentimientos de culpa -recomendé yo, con toda la sabiduría de mis canas.

-        Es que, bueno, Alexander, en esta primera cita me trató como si tuviésemos un largo tiempo como pareja. Insistió en que fuésemos a un hostal de la avenida Faucett. No entiendo su premura. Parece como que tuviese prisa en lograr placer… como si el tiempo se le acabara.

-        Bueno, es que tal vez te ve como un activo…

-        ¿Cómo un activo? – se sorprendió ella.

-        Por supuesto. Recuerda lo que dice el Marco Conceptual de las NIIF sobre los activos: “Un activo es un recurso económico presente controlado por la entidad, proveniente de hechos pasados, que tiene el potencial de producir beneficios”. Dime, ¿él te controla?

-        Sí, y no puedo evitarlo.

-        ¿Sientes que tienes el potencial de producir beneficios para él?

-        Parece que él solamente quiere beneficios sexuales…

-        ¿Y tú piensas proporcionárselos?

-        ¡Siento que no podré negarme! ¿Qué hago?

 

Marisela se cubrió el rostro con las manos. Era el eterno dilema femenino. Ceder o no ceder ante los apetitos del macho. No era la primera vez que una alumna me confiaba un problema semejante. Pero era una decisión absolutamente personal y yo me abstuve de darle más consejos. Después de todo, ella tenía un padre y una madre a quienes acudir. Y a mí, Dios no me concedió ninguna hija.

Durante dos semanas no asistió a mis clases. Un día, al pasar por un aula que tenía la puerta entreabierta, la vi nuevamente, sentada en su carpeta y muy concentrada. Estaba asistiendo al curso de Tributos, y su profesor era el colega Juan Samanez Pantaleón, conocido por los demás docentes como Juancito. Este docente, corto de estatura pero parlanchín, movedizo, taimado y con una energía inagotable, se había ganado fama de falso y traicionero. Contaba con muchos detractores en la Facultad. Uno de ellos, el profesor Cavalier, siempre decía que Juancito era descendiente directo de Caín y de Judas.

 -        Juancito parece el resultado del cruce de una serpiente con una ardilla -añadía, en tono rencoroso.

Aunque de talante habitualmente serio, Cavalier a veces contaba algunas historias jocosas, indudablemente ficticias, pero igualmente divertidas. Explotando el hecho de que Juancito hacía alarde de una conducta piadosa y siempre mencionaba algún párrafo de la Biblia, un día me dijo lo siguiente:

-        Ahora Juancito se hace el beato, pero en su juventud arrasaba con todas las mujeres que encontraba. ¡Estaba obsesionado con el sexo! Cuando tenía doce años fue con una vecinita de once a un parque. Se sentaron en una banca y allí, luego de conversar horas y horas, se dieron un beso. ¡El primer beso de sus vidas! Entonces la chiquilla se emocionó y le dijo: “Juan, Juan; siento mariposas en el estómago. Dime, ¿tú también sientes mariposas?”. “Sí, yo también siento mariposas” reconoció Juan, “¿En el estómago?” insistió ella. Pero él contestó sinceramente “No, en los testículos”.

 Aquellas historias que de vez en cuando inventaba Cavalier, eran un bálsamo que me permitía olvidar por un momento mis males físicos.

 Y nuevamente vi a Marisela una tarde. Ella hojeaba una revista de publicidad inmobiliaria, y estaba radiante. Era el amor, no cabía duda. De los detalles íntimos de su relación con Alexander ya no me habló. Solamente me aseguró que era muy feliz. Pero yo, que en verdad la apreciaba, no pude evitar expresarle mis dudas.


-        Me han dicho que tu Alexander ha tenido ya muchas enamoradas aquí en la Universidad. Por precaución, no entregues tu corazón por completo. No te conviertas en su esclava.

 Ella sonrió y repuso:

 -        Es cierto que él ha estado con varias chicas, pero hemos acordado que en nuestra relación emplearemos la aplicación prospectiva que indica la NIC 8.

 Yo me sorprendí un poco.

 -        Explícate, por favor. Dime cómo se puede aplicar a tu relación la NIC 8 Políticas contables, cambios en las estimaciones contables y errores.

-        Pues es sencillo. Es la aplicación prospectiva. El pasado se deja atrás. Solamente se mira hacia el futuro. ¡Desde aquí para adelante!

-        Comprendo, comprendo. Además, veo que estás mirando unos avisos sobre unos terrenos que están en venta. ¿Acaso estás pensando lo que yo sospecho?

 Se ruborizó ligeramente, pero no abandonó su sonrisa.

 -        ¿Por qué no soñar? Mis padres se casaron ante Dios y ante la ley. En todos sus años de casados no han tenido ninguna pelea importante, y yo aspiro a lograr lo mismo. Un matrimonio para toda la vida, en una casita pequeña pero hermosa. Alexander desea especializarse en auditoría. Yo quiero especializarme en tributos y, quizás, hacer una segunda carrera en Derecho. Para tener un hogar feliz, es preciso asegurar la economía y contar con un techo. Para eso, es necesario comenzar con un terreno bien situado.

Yo no pude ocultar mi escepticismo. Todo lo que había escuchado del tal Alexander me hacía dudar. Además, lo que recordaba de él cuando fue mi alumno junto con Marisela, era la imagen de un muchacho sumamente egoísta y desconsiderado, incapaz de sentir amor verdadero. Ni siquiera amistad verdadera.

 -        Espero que ese terreno con el que estás soñando no se deprecie.

 Ella se sorprendió un poco.

 -        Profesor, los terrenos no se deprecian.

-        ¿Ya te olvidaste? La NIC 16 Propiedad, planta y equipo dice que, por excepción, sí se pueden depreciar las minas, canteras y vertederos.

-        ¡Es verdad! Usted siempre será mi profesor…

-        Además, recuerda que depreciación y desvalorización no son lo mismo. Un vehículo del activo fijo se deprecia en función del tiempo y del uso. Pero si su vida útil disminuye por causa de un accidente, o su precio baja por causa de una importación masiva que satura el mercado con esos vehículos, esa pérdida de valor no se registra como depreciación sino como desvalorización. Eso lo regula la NIC 36 Deterioro del Valor de los Activos.

-        Usted, siempre pendiente de nuestra formación profesional. Pero tengo el convencimiento de que mi relación con Alexander no se depreciará ni se desvalorizará. Mil gracias.

Se alejó, segura de su amor y esperanzada en su futuro. Pero yo, que de augur no tengo ni un cabello, albergaba malos presentimientos para aquella hermosa muchacha. 

Por aquellos días, se produjo la votación para elegir al nuevo Rector. En aquel tiempo, la Asamblea Universitaria era la que tenía esa prerrogativa. Aún no se instauraba el voto universal de docentes y alumnos. Candidateaba el colega contador público Carlos Furtado, que había sido decano de nuestra Facultad. El inefable Juancito era miembro de la Asamblea, y le había asegurado al profesor Furtado que contaba con todo su apoyo y, por supuesto, con su voto. Cavalier juraba que había visto a Juancito adulando a Furtado y brindando con él anticipadamente por la victoria en el proceso electoral. 

-        ¡Créeme, alzaron sus vasos y, para brindar, cruzaron sus brazos como Ben – Hur con el romano Messala! Furtado no debería confiar en él. Juancito está habituado a traicionar sin remordimientos. 

Inicialmente, Furtado era el favorito. Pero algunos días antes de la votación, la tendencia varió y el ingeniero Mora, el otro candidato, pasó a liderar las preferencias.  Conforme se acercaba el día decisivo, su ventaja se amplió. Llegado el momento, Juancito no quiso honrar su palabra y prefirió jugar a ganador. Votó por el candidato Mora, el adversario. Cuando este ingeniero asumió el Rectorado, designó a Juancito como asesor tributario de la Universidad, con un buen pago mensual. 

Un día le pregunté a Juancito cómo había podido faltar a su palabra y traicionar a Furtado que, además de ser nuestro colega y amigo, había sido su profesor. Él se encogió de hombros y dijo: 

-        Factores crematísticos…

El semestre y el año llegaban a su fin. Marisela asistía normalmente a mis clases, pero yo la notaba triste. Había desaparecido en ella la lozanía que da la felicidad. Rehuía mi conversación. Yo no tenía ninguna duda de lo que estaba aconteciendo en su existencia. Y llegó el día en que me cercioré del fracaso de su proyecto de vida, pero con un detalle adicional que yo no esperaba. Fue cuando las clases y los exámenes habían culminado y yo fui a la Universidad a ingresar en el sistema las calificaciones de mis alumnos. La encontré sentada en una carpeta individual, en uno de los jardines del recinto universitario. Miraba las plantas con actitud distraída, como quien ha perdido la fe en los seres humanos. Tenía en las manos un cuaderno de tapa azul que apretaba inconscientemente.

 -        Usted estaba en lo cierto, profesor – dijo, con voz quebrada.

Yo hubiese querido mil veces estar tan equivocado como el que dijo que la Tierra es plana. 

-        Alexander te abandonó, ¿verdad?

-        No es solamente el hecho de que terminó conmigo. Lo que no puedo soportar es la forma, el motivo, la razón… ¡es una vergüenza que me mata! 

Le hablé con mucha suavidad. Tenía que ser cariñoso, pero al mismo tiempo respetuoso. 

-        Está bien. Cuéntame esa razón, esa forma que mencionas. 

Y entonces me lo dijo todo. Luego de un largo proceso de reflexión, Alexander había decidido aceptarse como homosexual, y hacerlo saber a todo el mundo. Ella ya había sospechado que algo no andaba bien porque, al finalizar sus encuentros íntimos, él siempre se mostraba colérico e insatisfecho, cuando lo normal hubiese sido que se mostrase tierno y agradecido. 

Yo quedé sorprendido. Hechos como ése siempre sorprenden. 

-        ¿Estás segura de todo eso? ¿No será acaso una cruel estratagema para deshacerse de ti?

-        No lo es. Su vecina, que es mi amiga, me contó que el padre de Alexander lo ha echado de la casa. Él se ha ido a vivir a Ica, con un tío solterón que es hermano único de su madre. Lo ha abandonado todo, inclusive a mí. Y además ha reconocido su condición en todas las redes sociales. También ha publicado un aviso que, cuando lo leí, casi me provocó un desmayo. 

Cogió su teléfono celular y me mostró el aviso del muchacho que durante varios meses ella había idolatrado. En verdad era impactante y me causó desasosiego. Después de todo, yo conocía a Alexander, e imaginé el drama que estaría viviendo. Decía así: “Joven bien parecido de veintidós años, recientemente auto reconocido como pasivo, busca joven activo para entregarle su patrimonio”. 

Entonces Marisela no soportó más y se echó a llorar. Sus lágrimas caían de su rostro al tablero de la carpeta, humedecían las hojas de su cuaderno y de allí caían al pasto. Entonces, como nunca me había ocurrido en todos mis años de labor docente, deseé con toda el alma ser un hombre de veinticinco años. Un hombre de verdad y no un anciano enfermo. Un hombre que la pudiese amar, cuidar y adorar, como merece toda mujer. Porque, como decían los antiguos caballeros germanos, en toda mujer existe un soplo de la divinidad. Porque ellas son la más bella creación de Dios y nos dan la vida con el sufrimiento de sus cuerpos. Porque ellas son más hermosas que las flores, más frescas que el rocío de la mañana y más suaves que el más fino vellón. Porque, y entonces tuve que reconocerlo, Marisela era para mí la personificación de ese concepto, tan antiguo como la humanidad, llamado amor imposible. 

El verano comenzaba. Ella aprovechó aquellos meses de vacaciones para hacer todos los trámites necesarios, y se trasladó a otra Universidad. Borró sus cuentas en las redes sociales, y desapareció de mi vista. 

Nunca volví a ver a Marisela.

 

 

 

martes, 30 de mayo de 2023

HISTORIA DE UN HOMBRE

 

Han pasado más de treinta años desde aquellos sucesos, pero el recuerdo permanece, como esculpido en piedra. Es la historia de un hombre al cual, posteriormente, muchos calificaron de valeroso. Aunque no faltaron quienes lo motejaron de imprudente y hasta lo llamaron necio. 

Valeroso o necio, lo cierto es que Wenceslao Camarena Peña fue un hombre.

En el CITEN – la escuela de suboficiales de la Marina de Guerra – no llegué a tratarlo personalmente. Él pertenecía a una promoción más antigua que la mía, y solamente escuché su nombre, una que otra vez, como protagonista de alguna indisciplina que irritaba a los superiores. Recién pude tratarlo de cerca en el año 1980, cuando ambos estuvimos internados en el Hospital Naval. Allí, jugando a los naipes con los enfermeros, se cimentó nuestra amistad. Burlándose de su extremada delgadez, algunos pacientes lo llamaron “Huesoslao”. Posteriormente nuestros caminos se separaron. Yo me retiré de la Marina a mi solicitud. También él dejó la vida naval, aunque nunca supe en qué circunstancias.

A comienzos de la década de los noventa, lo encontré dirigiendo un negocio de venta de granos. Tenía locales, vehículos y empleados. El hombre prosperaba y disfrutaba de la vida. Además, brillaba como un sol en su trato personal, como lo hacen muchos huancaínos. Cuando quería, usaba un lenguaje extremadamente pícaro que frisaba la procacidad, sin dejar de ostentar alguna gracia. Pero también podía hablar tan fino como un diplomático de la Cancillería. Una vez lo vi despedir a una secretaria, en una forma tan respetuosa y elegante que la muchacha casi le agradeció por echarla del trabajo.

A petición suya, me hice cargo de la contabilidad de su negocio. Así como ganaba dinero, Wenceslao Camarena sabía gastarlo generosamente. Coimeaba alegremente a los policías y empleados municipales que podían poner trabas a sus negocios. Pero sus gastos más cuantiosos los hacía con las mujeres. Wenceslao tenía seis hijos. Con su primera mujer, en Huancayo, había tenido una hija. Ya en Lima, con su segunda mujer, tuvo tres hijos y con la tercera, otros dos. Lo curioso es que mi amigo había reunido, en una gran casa cercana a sus locales, a sus cinco últimos hijos y sus madres. Allí vivían ellas en armonía, como hermanas. Pero Wenceslao no se conformaba con eso. Salía a parrandear con sus empleadas y con las amigas de sus empleadas. Era ultra mujeriego. Un día me dijo:

-  Mira, yo no soy ratero, no soy fumón, no soy maricón. ¡Algún defecto me corresponde tener!

 Y me aseguraba que ser mujeriego es “el único pecado que Dios perdona”.

 Hasta que llegó aquel viernes del mes de agosto del año 1992. Era mi cumpleaños, y Wenceslao insistió en que lo celebrásemos con dos de sus empleadas. Yo dudé en aceptar pues sabía que sus convivientes, las cuales me conocían, estaban al tanto de todo lo que él hacía. Pero accedí, y fuimos los cuatro a una conocida discoteca. Allí, Wenceslao bailó como un poseído, vociferando “¡Que viva el santo!”. Algunos otros asistentes lo miraban con desaprobación, pero a él no le importaba. Las dos muchachas eran alegres e ingeniosas. Fue una de las pocas noches de diversión genuina que recuerdo en mi vida. Todo eso fue el viernes 21.

Los hechos ocurrieron la siguiente semana, el viernes 28. Todo pequeño empresario madruga, y Wences madrugó aquel día. Llegó al local principal de su negocio, ubicado en el Rímac, en el jirón Esteban Salmón. Era un local muy largo, con sacos de mercaderías apilados hasta el techo, y con una pequeña oficina al fondo. Mi amigo llegó muy temprano, cuando aún no había llegado ninguno de sus trabajadores. Abrió las puertas y se dirigió hacia la oficina del fondo, a iniciar su jornada. Había cometido el primer error: no cerrar las rejas con llave.

A los pocos minutos, un auto se estacionó muy cerca de la puerta. En su interior había cuatro sujetos. El que conducía se quedó al volante. Otros dos bajaron y se situaron a ambos lados de la puerta. El cuarto sujeto entró al local, con una metralleta en las manos. Además, llevaba un chaleco antibalas debajo de su casaca negra. Aquel delincuente no podía imaginar que eran sus últimos minutos de vida.

Wences, sentado en su oficina, vio que se acercaba un sujeto desconocido, ceñudo, con un objeto negro en las manos y una casaca demasiado abultada. Inmediatamente comprendió la situación. Cogió el revólver Smith Wesson que siempre guardaba en una gaveta, y madrugó al delincuente. Ante un oponente con chaleco, la teoría aconseja disparar a la cabeza, y así lo hizo mi amigo. Apenas aquel sujeto se asomó por la puerta de la oficina, Wences le disparó en el rostro.  El delincuente cayó muerto en el acto.

Hasta allí, mi amigo había ganado. Con el sonido del disparo, cualquier otro delincuente cómplice huiría de inmediato. Además, él tenía la ventaja de estar al fondo del local, protegido por sacos y más sacos de granos. Le hubiera bastado parapetarse detrás de toda esa mercadería y esperar unos pocos minutos. Pero Wences era un hombre de sangre caliente. En él no había lugar para el derrotismo. Cuando gesticulaba y reía estrepitosamente, no lo hacía por simple fanfarronería. Realmente poseía ese ardor que lleva a lograr las mayores hazañas, o a perderlo todo en una simple jugada.

Fue entonces que hizo lo que centenares de personas, así pasen los años, no calificarán de la misma forma. Muchos dicen y seguirán diciendo que fue un acto de coraje. Otros muchos dicen y no se cansarán de decir que fue un acto de necia imprudencia. Lo cierto es que Wences vio al delincuente muerto y a la metralleta en el piso. También vislumbró algunos otros hampones en la puerta del local. Entonces decidió, frenéticamente. Dejó su revólver y cogió la metralleta del delincuente. Y salió, decidido a enfrentar al mundo.

En la puerta se había quedado uno de los dos delincuentes iniciales. Probablemente era el más amigo del delincuente muerto. Pero aquel hombre también tenía en sus manos una metralleta. Wences se encontró frente a frente con aquel hampón. Metralleta contra metralleta. Hombre contra hombre. Vida contra vida. Eres tú o soy yo. Me matas tú o te mato yo. Una instancia suprema, inigualable en cualquier existencia humana.

Los dos hombres gatillaron sus armas. Pero, para desdicha de los honestos y regocijo de los malvados, el arma de Wences se trabó. No disparó ningún proyectil. En cambio, del arma del hampón brotó una ráfaga de balas que surcaron raudamente el aire, en demanda de la carne y la vida de mi amigo. Dos de aquellos proyectiles impactaron en el cuerpo de Wences. Uno se incrustó en su brazo izquierdo. El otro impactó en su tórax y laceró el corazón causando una herida de necesidad mortal. 

Los tres delincuentes huyeron en su auto. Un amigo cambista de dólares que trabajaba a pocos metros me contó luego que, al ver que los asaltantes se habían marchado, corrió hacia el local y encontró a Wences tumbado en el piso de la entrada. Le cogió la cabeza. Wences quiso hablar, pero una bocanada de sangre se lo impidió. Entonces mi amigo comprendió que iba a morir, y lloró. Morir a los treinta y cuatro años, con seis hijos y un negocio próspero. Morir cuando había tanto por hacer, por trabajar y disfrutar.  Morir cuando rebosaba de salud, de ansias y de ilusiones. ¡Suprema injusticia de la vida!

Lo llevaron al hospital Cayetano Heredia, pero su vida se extinguió en el camino. Cuando, aquella noche, lo vi en su ataúd, vestido con su hábito morado, todo me parecía una pesadilla. Aquel hombre que sabía brillar e iluminar todo con su mirada, yacía inerte por culpa de unos indeseables.

Han pasado más de treinta años, pero el recuerdo de mi amigo permanece, imborrable. Aún vivirá en las mentes de quienes lo conocimos, hasta que también nos llegue la hora de partir. Y yo siempre lo recordaré como lo que, con su picardía, sus groserías y sus frases estruendosas, fue Wenceslao Camarena Peña: un hombre.