Han
pasado más de treinta años desde aquellos sucesos, pero el recuerdo permanece,
como esculpido en piedra. Es la historia de un hombre al cual, posteriormente,
muchos calificaron de valeroso. Aunque no faltaron quienes lo motejaron de
imprudente y hasta lo llamaron necio.
Valeroso o necio, lo cierto es que Wenceslao Camarena Peña fue un hombre.
En el CITEN – la escuela de suboficiales de la Marina de Guerra – no llegué a tratarlo personalmente. Él pertenecía a una promoción más antigua que la mía, y solamente escuché su nombre, una que otra vez, como protagonista de alguna indisciplina que irritaba a los superiores. Recién pude tratarlo de cerca en el año 1980, cuando ambos estuvimos internados en el Hospital Naval. Allí, jugando a los naipes con los enfermeros, se cimentó nuestra amistad. Burlándose de su extremada delgadez, algunos pacientes lo llamaron “Huesoslao”. Posteriormente nuestros caminos se separaron. Yo me retiré de la Marina a mi solicitud. También él dejó la vida naval, aunque nunca supe en qué circunstancias.
A comienzos de la década de los noventa, lo encontré dirigiendo un negocio de venta de granos. Tenía locales, vehículos y empleados. El hombre prosperaba y disfrutaba de la vida. Además, brillaba como un sol en su trato personal, como lo hacen muchos huancaínos. Cuando quería, usaba un lenguaje extremadamente pícaro que frisaba la procacidad, sin dejar de ostentar alguna gracia. Pero también podía hablar tan fino como un diplomático de la Cancillería. Una vez lo vi despedir a una secretaria, en una forma tan respetuosa y elegante que la muchacha casi le agradeció por echarla del trabajo.
A petición suya, me hice cargo de la contabilidad de su negocio. Así como ganaba dinero, Wenceslao Camarena sabía gastarlo generosamente. Coimeaba alegremente a los policías y empleados municipales que podían poner trabas a sus negocios. Pero sus gastos más cuantiosos los hacía con las mujeres. Wenceslao tenía seis hijos. Con su primera mujer, en Huancayo, había tenido una hija. Ya en Lima, con su segunda mujer, tuvo tres hijos y con la tercera, otros dos. Lo curioso es que mi amigo había reunido, en una gran casa cercana a sus locales, a sus cinco últimos hijos y sus madres. Allí vivían ellas en armonía, como hermanas. Pero Wenceslao no se conformaba con eso. Salía a parrandear con sus empleadas y con las amigas de sus empleadas. Era ultra mujeriego. Un día me dijo:
- Mira, yo no soy ratero, no soy fumón, no soy maricón. ¡Algún defecto me corresponde tener!
Y me aseguraba que ser mujeriego es “el único pecado que Dios perdona”.
Los hechos ocurrieron la siguiente semana, el viernes 28. Todo pequeño empresario madruga, y Wences madrugó aquel día. Llegó al local principal de su negocio, ubicado en el Rímac, en el jirón Esteban Salmón. Era un local muy largo, con sacos de mercaderías apilados hasta el techo, y con una pequeña oficina al fondo. Mi amigo llegó muy temprano, cuando aún no había llegado ninguno de sus trabajadores. Abrió las puertas y se dirigió hacia la oficina del fondo, a iniciar su jornada. Había cometido el primer error: no cerrar las rejas con llave.
A los pocos minutos, un auto se estacionó muy cerca de la puerta. En su interior había cuatro sujetos. El que conducía se quedó al volante. Otros dos bajaron y se situaron a ambos lados de la puerta. El cuarto sujeto entró al local, con una metralleta en las manos. Además, llevaba un chaleco antibalas debajo de su casaca negra. Aquel delincuente no podía imaginar que eran sus últimos minutos de vida.
Wences, sentado en su oficina, vio que se acercaba un sujeto desconocido, ceñudo, con un objeto negro en las manos y una casaca demasiado abultada. Inmediatamente comprendió la situación. Cogió el revólver Smith Wesson que siempre guardaba en una gaveta, y madrugó al delincuente. Ante un oponente con chaleco, la teoría aconseja disparar a la cabeza, y así lo hizo mi amigo. Apenas aquel sujeto se asomó por la puerta de la oficina, Wences le disparó en el rostro. El delincuente cayó muerto en el acto.
Hasta allí, mi amigo había ganado. Con el sonido del disparo, cualquier otro delincuente cómplice huiría de inmediato. Además, él tenía la ventaja de estar al fondo del local, protegido por sacos y más sacos de granos. Le hubiera bastado parapetarse detrás de toda esa mercadería y esperar unos pocos minutos. Pero Wences era un hombre de sangre caliente. En él no había lugar para el derrotismo. Cuando gesticulaba y reía estrepitosamente, no lo hacía por simple fanfarronería. Realmente poseía ese ardor que lleva a lograr las mayores hazañas, o a perderlo todo en una simple jugada.
Fue entonces que hizo lo que centenares de personas, así pasen los años, no calificarán de la misma forma. Muchos dicen y seguirán diciendo que fue un acto de coraje. Otros muchos dicen y no se cansarán de decir que fue un acto de necia imprudencia. Lo cierto es que Wences vio al delincuente muerto y a la metralleta en el piso. También vislumbró algunos otros hampones en la puerta del local. Entonces decidió, frenéticamente. Dejó su revólver y cogió la metralleta del delincuente. Y salió, decidido a enfrentar al mundo.
En la puerta se había quedado uno de los dos delincuentes iniciales. Probablemente era el más amigo del delincuente muerto. Pero aquel hombre también tenía en sus manos una metralleta. Wences se encontró frente a frente con aquel hampón. Metralleta contra metralleta. Hombre contra hombre. Vida contra vida. Eres tú o soy yo. Me matas tú o te mato yo. Una instancia suprema, inigualable en cualquier existencia humana.
Los dos hombres gatillaron sus armas. Pero, para desdicha de los honestos y regocijo de los malvados, el arma de Wences se trabó. No disparó ningún proyectil. En cambio, del arma del hampón brotó una ráfaga de balas que surcaron raudamente el aire, en demanda de la carne y la vida de mi amigo. Dos de aquellos proyectiles impactaron en el cuerpo de Wences. Uno se incrustó en su brazo izquierdo. El otro impactó en su tórax y laceró el corazón causando una herida de necesidad mortal.
Los tres delincuentes huyeron en su auto. Un amigo cambista de dólares que trabajaba a pocos metros me contó luego que, al ver que los asaltantes se habían marchado, corrió hacia el local y encontró a Wences tumbado en el piso de la entrada. Le cogió la cabeza. Wences quiso hablar, pero una bocanada de sangre se lo impidió. Entonces mi amigo comprendió que iba a morir, y lloró. Morir a los treinta y cuatro años, con seis hijos y un negocio próspero. Morir cuando había tanto por hacer, por trabajar y disfrutar. Morir cuando rebosaba de salud, de ansias y de ilusiones. ¡Suprema injusticia de la vida!
Lo llevaron al hospital Cayetano Heredia, pero su vida se extinguió en el camino. Cuando, aquella noche, lo vi en su ataúd, vestido con su hábito morado, todo me parecía una pesadilla. Aquel hombre que sabía brillar e iluminar todo con su mirada, yacía inerte por culpa de unos indeseables.
Han pasado más de treinta años, pero el recuerdo de mi amigo permanece, imborrable. Aún vivirá en las mentes de quienes lo conocimos, hasta que también nos llegue la hora de partir. Y yo siempre lo recordaré como lo que, con su picardía, sus groserías y sus frases estruendosas, fue Wenceslao Camarena Peña: un hombre.