Como casi todos los hombres, yo tuve algunas novias
que recuerdo con afecto. Es el devenir de la existencia. Son muy pocos los que
tienen la fortuna de conocer a su primer amor y formar con esa persona un hogar
para toda la vida, sin sufrir ni causar desengaños, abandonos ni traiciones. Alguna
vez leí que el verdadero negocio de la vida es coleccionar buenos recuerdos. Yo
nunca me atrevería a refutar ese razonamiento.
Una de esas novias se llamaba Mariza, era cosmetóloga y vivía en Comas. En la casa de sus padres, situada en el pueblo joven Año Nuevo, había acondicionado un salón de belleza. Muchas veces fui a su casa y me senté en un sillón de su local, viéndola trabajar. Recuerdo que su madre me miraba con desconfianza.
- En esta casa somos pobres, pero honrados – me repetía por lo menos cinco veces en cada visita mía.
Esta relación se dio entre los años 85 y 88. Eran tiempos
muy difíciles para todos los peruanos. Aún más difíciles que ahora. Eran los
tiempos del terrorismo demente y homicida. Todavía recuerdo una noche en que
Mariza y yo caminábamos cogidos de la mano por la plaza Grau de Lima. De pronto, todas las luces se apagaron. Era
un apagón, uno más de tantos, producido por la voladura de algunas torres de
transmisión eléctrica. Un auto Volkswagen estalló cerca de nosotros y comenzó a
arder. Escuchamos las expresiones de temor de unos policías que rastrillaban
sus metralletas.
- Claro que lo tienen, como cualquier ser humano – repuse yo -. Saben que en cualquier momento pueden ser asesinados. Los terroristas acostumbran matar policías, para llevarse sus armas.
Como yo siempre he tenido el hábito de colocar sobrenombres,
rótulos y marbetes, cuando contaba mis vivencias a mis camaradas de la Marina,
me refería a ella como la Peinadora.
Mariza era de Huancavelica. Le gustaba usar vestidos, lo cual me encantaba. Muy pocas veces la vi usar pantalones. Era de tez rosada y no muy alta. Tenía modales suaves y habla reposada. Pero toda esa parsimonia y esa templanza se iban cuando estábamos en la intimidad. Yo tenía veinticinco años y, a esa edad, el amor tiene mucho de físico y poco de espiritual. En todo caso, con ella me sentía completo. Era una pareja total. Nada me faltaba.
Sin embargo, ella anhelaba un hogar para toda la vida. Deseaba casarse, y yo no podía darle esa dicha, pues estaba separado de mi primera esposa. No había obtenido el divorcio de mi primer matrimonio. Es más, No le conté mi situación legal. Solamente le daba evasivas cada vez que ella tocaba el tema.
Por otro lado, yo pertenecía a la Marina de Guerra, con todas las obligaciones que ello supone, y más aún en aquellos espantosos años del terror. Eran frecuentes las órdenes de inamovilidad. Cada vez que había un atentado, a todos los buques y dependencias llegaba el temido mensaje naval que decía SUFOE. Significaba “Suspendidos los francos ordinarios y extraordinarios”. En términos sencillos, significaba más o menos “nadie sale franco. Todos encerrados, esperando órdenes”.
Así las cosas, el tiempo pasaba, y yo no le daba el hogar que ella quería. Y, claro, no falta un rival, un tigre, un intruso que comenzó a rondarla y enamorarla. Era un mecánico de su vecindario que le hablaba pestes de mí. Le decía que era una ingenua por perder su tiempo con un marinero mentiroso. Y tanto va el cántaro al agua, que terminó por convencerla. Ella dejó de acudir a nuestras citas. Perdí todo contacto con Mariza. En aquel tiempo la gente no disponía de mensajes electrónicos ni redes sociales. Hasta el teléfono fijo era un lujo.
No pasaron ni tres meses cuando me enteré de que se había casado. Por civil y por religioso. En aquellos días deseé no estar vivo. No podía soportar el tormento de los celos y, peor aún, los remordimientos por no haber hecho mejor las cosas. Imaginarla en la intimidad con aquel mecánico superaba mi resistencia emocional.
Supe que se había casado en la Iglesia de Santo Domingo. Y, la verdad, los hombres muchas veces nos solazamos con nuestro dolor. Echamos sal a nuestras heridas, como queriendo flagelarnos y castigarnos. Yo lo hacía evocando y entonando esa antigua canción titulada La Novia, del cantante chileno Antonio Prieto:
BLANCA Y RADIANTE VA LA NOVIA
LE SIGUE ATRÁS UN NOVIO AMANTE
Y QUE AL UNIR SUS CORAZONES
HARÁN MORIR
MIS ILUSIONES
ANTE EL ALTAR ESTÁ LLORANDO
TODOS DIRÁN QUE DE ALEGRÍA
DENTRO SU ALMA ESTÁ GRITANDO
AVE MARÍA
MENTIRÁ TAMBIÉN
AL DECIR QUE SÍ
Y AL BESAR LA CRUZ
PEDIRÁ PERDÓN
Y YO SÉ QUE
OLVIDAR NUNCA PODRÍA
QUE ERA YO AQUÉL
A QUIEN QUERÍA
Y ocurrió lo inesperado. Dos meses después de su boda,
ella se apareció en mi casa, diciéndome que había cometido el error de su vida
al casarse apresuradamente. Algunos días antes, había abandonado el pequeño departamento
que había estado ocupando con mi rival, y regresado a la casa de sus padres. Seguía
trabajando en su salón de belleza. Aún recuerdo aquella tarde de nuestro reencuentro.
Tuvimos una intimidad desesperada, con lágrimas de parte de los dos.
- No estoy preparada para vivir sin ti – me aseguró.
Yo me sentía pleno con ella, y no quería perderla. Entre nosotros había lo que alguna vez leí en la novela La Dama de las Camelias, de Alejandro Dumas hijo. Era afinidad de fluidos, compenetración total de dos seres.
Seguimos viéndonos durante algún tiempo. Pero entonces cometí un error. Para explicarle el por qué no me había casado con ella antes de que diese ese paso precipitado de su boda con el mecánico, le conté por fin sobre mi situación legal. Fue un enorme desatino.
A ella le irritó saber, no solamente de mi prolongada mentira, sino también que, al estar ambos casados legalmente, nuestro futuro como pareja era absolutamente incierto. Otra vez, dejó de acudir a nuestras citas.
Fui nuevamente a la casa de sus padres, con la esperanza de convencerla una vez más. Pero me encontré con una dura realidad. La fachada del local había sido pintada con otro color. Había otro letrero, y otra cosmetóloga. Mi amor ya no estaba allí. Cuando pregunté a su madre, me dijo con tono de reproche y mal disimulada satisfacción, que Mariza ya había vuelto a vivir con su esposo.
Así perdí a la Peinadora. Porque la vida es cruel y brutal.