martes, 28 de enero de 2025

EL SALARIO DE LA JUSTICIA

 

Nos dice el diccionario que la justicia es un principio moral. Añadiendo conceptos, nos habla de derecho, razón y equidad. Si así son las cosas, puedo ufanarme de que tengo en mi familia a un hombre que, a lo largo de su vida, pero especialmente en un episodio que me propongo relatar, tuvo mayor sentido de la justicia que toda la cáfila de abogados, fiscales, secretarios, actuarios, especialistas legales, jueces y otros individuos que infestan nuestro sistema de justicia, medrando en él, cual lo haría un gallinazo en un botadero. Aunque, es necesario reconocerlo, en ese momento su elevado sentido de la equidad le significó a este hombre una dudosa retribución. Pero eso no hace sino aumentar sus méritos.

El hombre al que me refiero, es mi hermano. Por lo que alcanzo a recordar, en algún momento llegó a nosotros la historia bíblica del rey Salomón. Un vecino evangelista nos obsequiaba pequeños folletos de esa índole y nos relataba los sucesos más interesantes. El libro sagrado nos cuenta que este rey de Israel, pidió sabiduría a Dios. El Creador apreció que Salomón pidiese aquel don y no pidiese riquezas, así que lo dotó de un juicio claro y justo para dirimir en los innumerables conflictos que cada día le presentaba su gente. Así, un día se presentaron ante él dos mujeres, disputándose un niño de pocos meses. Una de las mujeres decía así:

-        Señor; esta mujer y yo vivimos en la misma casa. Sucedió que ambas dimos a luz casi al mismo tiempo. Pero una noche, ella se quedó dormida encima de su hijo, y el niño murió. Entonces aprovechó que yo también estaba dormida y se llevó a mi hijo y puso a mi lado al niño muerto.

La otra mujer decía lo mismo, pero al revés. Y causaban gran alboroto.

Entonces el rey Salomón dijo: “Traed una espada”.

Ante la sorpresa del pueblo, el rey ordenó: “Partid al niño con la espada, y entregad una mitad a cada mujer”.

Entonces la verdadera madre del niño sintió que se le conmovieron las entrañas, y clamó:

-        ¡Ah, señor mío! ¡No lo matéis! Dejad vivo al niño y entregadlo a esta mujer.

Pero la otra mujer se mantuvo inflexible:

-        Ni para ti ni para mí. Partidlo.

Entonces el rey Salomón ordenó en forma terminante:

-        Entregad el niño a la mujer que pidió que no lo maten, pues ella es su verdadera madre.

Y el pueblo tuvo que admirar la sabiduría del rey.

Nunca se lo he preguntado a mi hermano, pero es prácticamente seguro que él se inspiró en esta historia bíblica. Y por eso actuó como lo hizo en el episodio que paso a narrar.

Mi madre, mi hermano y yo vivíamos en una vivienda alquilada, la cual era en gran parte terreno sin construir. Había montículos de arena y piedras. Como mi madre tenía que trabajar y nosotros éramos pequeños, el aseo no era el mejor. A veces dejábamos, con descuido, restos de comida. Eso propició la aparición de ratones, o pericotes, como acostumbramos decirles. Como eran muy pequeños y temerosos, no nos causaban temor ni repulsión. Estábamos habituados a verlos. Tenían, entre los montículos de grandes piedras, guaridas que para mi hermano y yo eran simplemente inexpugnables. Ambos éramos niños, yo el menor.

Sin embargo, en casa también teníamos dos gatos. Aunque el dinero escaseaba, nos habíamos habituado a tener compañía felina. Por así decirlo, todos nosotros sufríamos de elurofilia, que es el amor hacia los gatos. Mi madre acostumbraba alimentarlos con pescado barato.

Sucedió un día, que mi hermano y yo notamos que nuestros gatos estaban jugando con algo que no alcanzamos a identificar. Acercándonos un poco, vimos que su objeto de juego era un ratoncito moribundo. Ambos gatos, supongo, habían ya comido mucho pescado y por eso no se apresuraban a engullir al pequeño roedor.

Sin embargo, mi hermano vio las cosas de otra manera. Él entendió que ambos gatos estaban disputándose aquella pequeña presa. Y pensó que esa era una excelente oportunidad para ejercitar sus nobles afanes. Es que, al igual que el célebre Don Quijote, mi hermano anhelaba impartir justicia y desfacer entuertos, como escribió Cervantes.

De inmediato puso manos a la obra. Usando una escoba, se apoderó rápidamente del ratoncito. Deseaba ejercitar su ardiente vocación de justicia. Cogió un cuchillo de nuestra modesta cocina y dividió al pequeño roedor en dos partes que él procuró que fuesen casi iguales. Luego entregó una mitad a cada gato. Concluido el reparto, se sentó en una silla, satisfecho por la acción que había ejecutado. Supongo que estaba contento por haber emulado al rey Salomón. Durante varios minutos se regocijó. Luego, salió de casa para jugar con algunos chicos del barrio.

Pero, poco después, llegó nuestra madre, cansada de trabajar y teniendo por delante la ardua tarea de preparar nuestros alimentos. Había discutido en el mercado por el precio de un kilo de churrasco, y no llegaba de buen humor. Pese a nuestras estrecheces económicas, mi madre procuraba que nos alimentáramos bien. Y aquel día había proyectado un suculento guiso de res. Con esa mira, se dirigió a nuestra pequeña cocina.

Entonces encontró el cuchillo, que era el único que teníamos, el cual estaba manchado con algunos restos de sangre. Alarmada, me apabulló con sus preguntas. Ante aquella tormenta materna, yo no pude resistir y, muy contento, le relaté punto por punto la admirable acción efectuada por mi hermano.

-        Lo hizo igual que el rey Salomón, mamá. Fue muy justo. Hay que contárselo a nuestro vecino Félix, el evangelista que predica la Biblia -dije yo, con entusiasmo y encomiando en todo momento la ejemplar acción de mi hermano.

Pero ella no estuvo de acuerdo.

-        ¡Pues ya verá lo que yo le daré por ser tan sabio y tan justo!

Cogió el chicote de cuero con tres puntas que, como advertencia disciplinaria, colgaba siempre en una pared, y salió a buscar a Salomón; es decir, a mi hermano.

Al poco rato llegó el sabio y justo, brincando a más no poder. Aquel día mi hermano estaba vestido con pantalones cortos. Primero pensé que se le había dado por bailar cumbia. Pero después lo vi zapatear, y pensé que estaba bailando el Toro Mata. Luego le vi dar unos pasos extrañísimos, al tiempo que soltaba alaridos de dolor. Sucedía que mi madre le estaba azotando las piernas y los tobillos. Así estuvieron por varios minutos, hasta que el sabio y justo quedó con sus extremidades inferiores llenas de magulladuras.

Muchas veces hemos oído y leído que el crimen no paga. Es un famoso aforismo. Da a entender que una vida delictiva, a la larga, trae más perjuicios que beneficios. Es un razonamiento muy respetable. Pero yo añadiría algo más.

Algunas veces, tampoco la justicia paga.