viernes, 28 de febrero de 2025

VIVIEN

 

Ocurrió en la época en que fui contador externo de una empresa dedicada al rubro de la ferretería, situada en el distrito limeño de La Molina. La denominación de la empresa era Feria Ferretera. Allí laboraba Vivien, como asistente de ventas y auxiliar de contabilidad.

Yo no le prestaba mucha atención, pues su labor era más comercial que contable. Pero un día, caminando apurado por un pasillo de la empresa, casi tropecé con aquella muchacha. Trastabillé un poco y ella, con una sonrisa de chiquilla, me dijo: “Parece que vamos a bailar”. Entonces, sorprendido, noté que Vivien era un poco más alta que yo, que no me considero un hombre bajo. En verdad, ella tenía un porte impresionante. Además, pude ver que sus rasgos eran tan juveniles que parecía tener diecisiete años, aunque luego supe que tenía veintidós. En resumen, altísima, espigada y con un agraciado rostro de adolescente. Encima de ello, Vivien era alegre e ingeniosa. Y por si todo eso fuera poco, era modesta y sin ínfulas de ningún tipo. Una mujer valiosa. Pero, ahora que se acerca el final de mi vida, debo reconocer ante el mundo entero que no supe valorarla como debía.

Yo acudía semanalmente al local de aquella empresa. A veces había reuniones de todo el personal, y yo la veía departir sobriamente y en forma elegante, sin excesos ni gesticulaciones. Y me parecía una chica muy atractiva. Pero yo mantenía mi distancia. Ni siquiera la tuteaba. A ella, como a todas las empleadas de aquella empresa, las trataba de usted. Ha sido mi comportamiento habitual durante la mayor parte de mi existencia. Tampoco notaba en Vivien alguna inclinación especial por mi persona. Lo único que yo me permitía con ella, era una pequeña broma. Su apellido paterno, que prefiero no mencionar, era corto y elegante. Cuando joven, en la Marina de Guerra conocí a varios oficiales con aquel apellido. Pero yo, en dos o tres ocasiones, fingí mala memoria, jugué un poco con las letras y la llamé “señorita Vivien Vilca”. Ella protestaba, entre enfadada y divertida, por la alteración de su apellido. Aparte de eso, todo era muy formal entre nosotros.

Sin embargo, un día todo cambió. Había ido yo a una entidad pública, para efectuar un trámite personal. Era un edificio de varios pisos, con balcones que daban a un gran patio interior. Estaba yo en el tercer piso, y me detuve brevemente en el balcón, mirando distraído a la multitud que se afanaba en sus gestiones. Entonces, vi que alguien se me acercaba apresuradamente. Era Vivien, con una aparente sonrisa de felicidad por haberme encontrado allí. Vestía un elegante conjunto color café y llevaba una cartera roja.

Iniciamos una conversación bastante superficial, como de dos personas que no se tienen mucha confianza. Pero ella se notaba inquieta, nerviosa. Parecía que no se decidía a decirme algo importante. Por fin, pareció animarse:

-        Tengo que decirle que, en la empresa, hay una chica que piensa mucho en usted. Ella siente cosas bonitas al mirarlo y escucharlo, pero usted siempre está en la Luna y no se entera.

Yo quedé absolutamente sorprendido.

-        Eso sería muy raro para mí, señorita. Nunca me he propuesto ser atractivo para ninguna empleada en Feria Ferretera. Yo me limito a cumplir con mi trabajo.

Se quedó pensativa durante un par de minutos, mientras jugaba con su cartera roja y sonreía nerviosamente. Después continuó hablando, en tono cauteloso:

-        Se lo diré por escrito. Voy a escribir en este papel el nombre de la chica que piensa diariamente en usted.

Sacó papel y lapicero de su cartera y se puso a escribir. Yo nunca he sido muy perspicaz en mi trato con las mujeres, pero hasta el más ingenuo de los hombres hubiese podido imaginar lo que venía a continuación. En efecto, cuando me entregó el papel, leí en él su nombre: Vivien.

Me sentí incómodo. En verdad, no sabía lo que debía hacer.

-        Señorita -le dije-, usted está confundida. Yo nunca he tratado de llamar su atención. Esto es algo absolutamente sorpresivo para mí. Creo que debería usted pensar bien antes de exponer lo que cree sentir.

Quedó un tanto avergonzada, aunque siguió sonriendo. Pude notar que la frialdad de mi respuesta la había herido.

-        No rezaré a un santo que no hace milagros -dijo.

Había un atisbo de rencor en su voz. Pero también había dolor. Fue eso lo que me conmovió. En ese momento, había una tempestad en mi mente, pero aquella muestra de tristeza en ella, me ayudó a aclarar mis ideas. Una muchacha atractiva y valiosa se me había declarado y yo, un completo necio que además estaba sin pareja en aquel tiempo, la estaba rechazando sin tino y, quizá, hasta humillando. Decidí dejar de lado mi frialdad y opté por un tono más cálido:

-        No se sienta mal. En verdad, cualquier hombre se sentiría halagado por su interés.

-        Pero no usted -replicó suavemente.

-        También yo, no lo dude. No soy ciego ni sordo.

Se animó un poco y me miró a los ojos.

-        Entonces, ¿no se ha enfadado usted? ¿No está pensando mal de mí?

-        De ninguna manera podría enfadarme con usted… Vivien. Para que vea que no estoy enfadado, permítame tutearla. Después de todo, soy varios años mayor que usted.

-        ¿No dijo que me iba a tutear? -observó, ya con aire risueño.

Tuve que sonreír también. Nuestra conversación se hizo más amigable, pareciéndose ya a un sondeo romántico. Hasta que concertamos una cita, para el siguiente fin de semana. Tengo que enfatizar que, en mi cambio de actitud, poco tuvo que ver la sensualidad, la atracción física o el simple deseo de tener a una mujer entre mis brazos. Eso lo tengo claro hasta hoy pues ella, aun siendo atractiva, destacaba mucho más por su elegancia que por sus curvas. Había en ella más donaire y distinción que voluptuosidad.   

En nuestra primera cita entramos a una cafetería a tomar algo ligero y luego nos dirigimos al Parque de la Reserva. En esos tiempos aún era posible pasear allí de noche y sentarse en una banca para conversar. No sé si mi comportamiento fue excesivamente reservado y mi conversación muy monótona, pero lo cierto es que, luego de una hora de charla, ella fue quien me besó. Lo hizo delicadamente, casi con temor, pero fue un beso.  

Y así comenzó nuestra historia de amor.

………………………………………..

Cuando Vivien llegó a mi vida, ella estaba convaleciente de su primer amor, un muchacho que había sido su primer hombre y que luego se había alejado, probablemente para buscar otras diversiones. A diferencia de la mayoría de mujeres, que prefieren no contar a su enamorado esa experiencia, ella me relató en detalle aquel fracaso suyo. Aquella inútil entrega de su inocencia.

Alguna vez leí que una mujer entrega a su primer hombre todos sus sueños y todas sus ilusiones. A su segundo hombre le entrega gratitud y complacencia. Y al tercero le entrega ya solamente lo que él sea capaz de tomar. Por mi experiencia de vida, puedo respaldar esa reflexión. Vivien era extremadamente complaciente conmigo. Cuando caminábamos por las calles, cogidos de las manos, mostraba tal grado de felicidad que era imposible pensar en falsedad o fingimiento de parte suya. Inclusive la intimidad llegó mucho antes de lo que yo esperaba. Ella era feliz entregándose por completo, y yo no era plenamente consciente del tesoro que tenía en mis manos. Es la única vez en mi vida que he tenido a una mujer físicamente más grande que yo. Y era una entrega total, sin reservas. Ningún hombre sensato podría haberse sentido insatisfecho. Pero yo, era yo. Algunas veces, pensando en ella, me ponía a tararear la canción La incondicional, del cantante mexicano Luis Miguel.

Tú, la misma de ayer

la incondicional

la que no espera nada

 

Salir cada fin de semana con la enamorada cuesta dinero. Pero Vivien era muy frugal y no me exigía invitaciones costosas. Se conformaba con una modesta porción de pollo a la brasa, en algún restaurante barato. Aunque, hay que decirlo, no siempre le bastaba con el habitual cuarto de pollo que yo le invitaba. Claro, las personas más altas necesitan comer más, y ella medía un metro con setenta y seis, por lo menos. Así que, muchas veces, cuando terminaba de comer ese cuarto de pollo, ella me miraba significativamente. No decía nada, no pedía nada. Pero me miraba, claro que me miraba. Y yo entendía y pedía un cuarto de pollo más, solamente para ella.

 

Al verla tan espigada y elegante, muchos podrían haber supuesto que Vivien pertenecía a la clase media. Pero ella sufría muchas estrecheces económicas. Vivía en una modesta vivienda de Villa María del Triunfo y, cosa que inicialmente no quise creer, usaba óxido de zinc como desodorante. Cuando me lo contó, me reí. Pero luego me explicó que lo compraba muy barato en cualquier ferretería y así evitaba gastar mucho. Obligada por su situación económica, había aprendido a economizar casi en todo. Una más de las muchas cualidades que tenía mi Vivien. Pero no dejaba de tener aspiraciones. Estudiaba contabilidad por las noches en un instituto particular cercano a su casa.

 

Una tarde llegó a nuestro encuentro semanal con su madre, señora joven de modales suaves con la cual simpaticé de inmediato. Era una dama respetuosa y con mucho tino. Tuvimos una reunión muy agradable, luego de la cual la señora se retiró y nos dejó para proseguir con nuestra cita. Vivien quedó feliz al ver que su madre y yo habíamos congeniado.

En otra oportunidad, mi enamorada incondicional se apareció con una amiga muy cercana, a quien presentó como Rosalinda. Era algo mayor que Vivien, y tendría unos veintiocho años. Era de formas generosas, aunque una muy curvada nariz le restaba atractivo. Me miraba con curiosidad. Noté en ella un poco de estiramiento y autosuficiencia. Parecía que no me aprobaba del todo como enamorado de su amiga. Un hueso duro de roer, pensé. Pero, como se acercaba el cumpleaños de Vivien, ambas propusieron celebrarlo en una discoteca, y así lo acordamos. Por supuesto, yo tendría que llevar a un amigo.

En aquella época yo, además de mi labor docente en la Universidad Nacional del Callao, trabajaba también en el Instituto Público “Argentina”, como docente nombrado en el turno nocturno. En este Instituto laboraba, como docente contratado, un compañero llamado Víctor Hugo Heredia, que enseñaba contabilidad de costos. A decir verdad, aunque yo lo trataba con alguna calidez, no lo veía como un amigo cercano, sino más bien como un simple conocido. Su tendencia a la beligerancia no me agradaba en absoluto. Parecía estar siempre dispuesto a disputar, por cualquier motivo. Había rencor en casi todas sus acciones. Hablaba pestes de casi todo el mundo, pero muy especialmente de los alumnos. Los tildaba de ociosos y hasta de ineptos. Fruto de este menosprecio por los chicos, era su innegable desidia en la preparación de sus clases.

-        Estos vagos no merecen que yo me esfuerce por ellos – acostumbraba decir.

Esta animadversión general suya incluía a las mujeres. En algunas conversaciones, deslizaba la idea de que no hay mujeres confiables en el mundo. Pero, cosa curiosa, Víctor Hugo Heredia tenía muy buen nivel académico. A veces yo pensaba en lo buen docente que él hubiese podido llegar a ser, si hubiera abandonado aquella actitud tan negativa.  Aunque no era un beodo empedernido, en algunas ocasiones se reunía con otros amigos en alguna cantina, para beber licor. Justamente uno de aquellos compañeros de parranda me comentó alguna vez que una de las razones de Víctor Hugo Heredia para detestar a las mujeres, era un suceso desagradable que sufrió cuando tenía veinticinco años. Una muchacha de rostro virginal y modales recatados al extremo había capturado su corazón. Víctor Hugo Heredia se pasó varios meses tratando de convencerla para llegar a la intimidad. Y gastó mucho dinero en invitaciones y regalos. Pero cuando por fin llegó ese momento anhelado, se llevó un chasco con aquella muchacha. No solamente estaba lejos de toda inocencia, sino que contagió a Víctor Hugo Heredia con una sífilis muy persistente. Él tuvo que someterse a una serie de dolorosas inyecciones de penicilina que le dejaron las nalgas como un colador.

-        No hay mujeres sinceras -repetía siempre.

Yo, en verdad, no tuve ningún escrúpulo ni resquemor al arreglar aquella cita de cuatro. Pensé que aquel rencoroso haría renegar a la amiga estirada y desdeñosa. Además, una gran ventaja era que Víctor Hugo Heredia tenía automóvil.

-        Será interesante ver disputar a un rencoroso con una estirada – pensé.

¡Cuán equivocado estaba yo!

 

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Nos encontramos los cuatro en el frontis del local del Partido Aprista, en la Avenida Alfonso Ugarte, frente al Instituto Argentina. El lugar escogido para celebrar era la antigua discoteca El Escarabajo, y hacia allí nos dirigimos. Víctor Hugo Heredia llegó ataviado con un elegante conjunto de color beige. Era su color favorito y le sentaba muy bien. Aunque no era muy alto. mirándolo detenidamente, él resultaba bastante apuesto, pese a unas pocas cicatrices que tenía en la cara, seguramente secuela de un acné juvenil.

Desde el primer momento en que fueron presentados el rencoroso y la estirada, se produjo un suceso que me llamó poderosamente la atención. A la amiga Rosalinda se le iluminaron los ojos al ver y oír hablar a aquel misántropo. Parecía que Víctor Hugo Heredia la había encandilado. Si en verdad existe lo que llaman amor a primera vista, ese día lo vi con mis propios ojos. Bailaron juntos durante toda la velada, inclusive algunas canciones que exigían abrazarse. Y ella se veía encantada. Había quedado deslumbrada por Víctor Hugo Heredia. Misterios del carácter femenino que yo nunca entenderé. Por su lado, Vivien bailó y se divirtió mucho. Ella era totalmente feliz en aquellos días. Y lo merecía, claro que lo merecía.

Pasaron varios días desde aquella salida, y en el Instituto yo notaba a Víctor Hugo Heredia cada vez más exultante. Se notaba a leguas que lo estaba pasando muy bien con aquella mujer. Sin embargo, a mí no me daba detalles de aquella relación. Supongo que era para evitar que yo contase sus comentarios a Vivien y, por aquel medio, se enterase la amiga Rosalinda. Pero uno de sus amigos habituales de cantina, un ingeniero de sistemas apellidado Balcázar, también docente del Instituto Argentina y buen amigo mío, me informaba de todos los comentarios que, cerveza de por medio, vertía Víctor Hugo Heredia.

El caso es que mi colega estaba alardeando, exagerando o no, de haber sometido a “la picuda”, “la lora” y “la periquita” – así la había denominado él –, a un papel de esclava sexual. Entre otras cosas afirmaba, desternillándose de risa, que un día había atado a aquella mujer a los bordes de una cama, “igualito que a Túpac Amaru”. También, mofándose de la nariz curva de aquella mujer, se presentaba a sí mismo como ”el ornitólogo” y “especialista en desplumar aves”. Y pronunciaba muchas otras frases procaces que el amigo Balcázar me contó y que aquí prefiero no repetir. En verdad, yo había sentido un poco de fastidio ante el trato distante y un poco altanero de la amiga Rosalinda. Más todavía; no me gustaba nada que fuese prima del primer enamorado de Vivien, lo cual me contó mi novia incondicional. pero de ninguna manera podía estar de acuerdo con aquel comportamiento de Víctor Hugo Heredia. Las mujeres son el hermoso instrumento que Dios creó para darnos la vida, y todas ellas merecen ser protegidas y respetadas. Mucho más la mujer que, empujada por el amor, ha entregado a un hombre el templo que es su cuerpo. Lo mínimo que un hombre debería expresar ante una mujer que lo ha distinguido con ese valiosísimo obsequio, es agradecimiento. Pero Víctor Hugo Heredia se burlaba y hacía escarnio de ella. Ese proceder me pareció ignominioso. Un motivo más para no considerarme amigo de aquel hombre.

Pregunté a mi Vivien sobre aquel asunto, y lo poco que ella me dijo confirmó toda la vileza de Víctor Hugo Heredia y el sufrimiento de la amiga Rosalinda. Esta mujer, luego de algunas locuras de adolescencia, se había mantenido sola durante largos años, esperando encontrar al hombre adecuado. Hasta que creyó encontrar en Víctor Hugo Heredia al galán apropiado, pero se había topado con un miserable. Y aunque nada le dije a mi enamorada incondicional, lo cierto es que me sentí en cierta forma, responsable de aquel sufrimiento. Yo había puesto a aquel malvado en el camino de la amiga Rosalinda, sabiendo perfectamente que él no era un tipo de fiar.

Así se fueron acumulando todos esos sucesos, hasta el momento en que todo estalló.

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El caos comenzó una noche, en el Instituto Argentina. Yo estaba dictando mi curso de Técnica Contable I en un salón del tercer piso, cuando escuché unos gritos que provenían de la sala de profesores, en el primer piso. Se había armado allí un gran alboroto. Había gente que gritaba, pero también se escuchaban algunas risas.

Bajé, movido por la curiosidad, y entonces vi un espectáculo rocambolesco. Era la amiga Rosalinda, que había llegado con otras dos mujeres robustas y pendencieras, al parecer familiares suyas. Rosalinda, con ambas manos, había cogido del cabello a Víctor Hugo Heredia y lo estaba arrastrando por el piso. Las otras dos mujeres la ayudaban en esta tarea y cuidaban que el burlador no pudiese huir, sujetándolo de los brazos. Mientras Rosalinda lo aturdía con insultos como “maldito” y “perro”, las otras dos damas eran más radicales y lo llamaban “maricón” y “poco hombre”. “¿No naciste de una mujer?” le repetían constantemente. Sin embargo, en determinado momento una de ellas lo llamó “cara de corcho”, insulto que en ese momento no entendí. Después recordé las secuelas de acné juvenil en el rostro del Víctor Hugo Heredia y pude comprender aquel epíteto.

Sabiendo que yo, aunque involuntariamente, alguna responsabilidad tenía en aquel desaguisado, me mantuve a prudente distancia, procurando no ser visto por la furibunda Rosalinda. Pude ver que el burlador, después de mucho trabajo, logró librarse de aquellas zarpas y cruzó corriendo el patio del Instituto con dirección a la puerta de salida. Las risas aumentaron, inclusive de algunos alumnos, especialmente las chicas. Entonces algunas profesoras, solidariamente, se acercaron a Rosalinda quien, pasado su arrebato de furia, sollozaba en el hombro de una de sus acompañantes.

Aquel suceso fue la comidilla de todo el Instituto durante varios días. Algunos de sus amigos de cantina soltaron la lengua y contaron todos los alardes soeces de Víctor Hugo Heredia. Éste, por su condición de docente contratado por bolsa de horas, no tenía obligación de asistir diariamente. Hizo malabares para concluir el semestre con las dos secciones que tenía a su cargo, y no se presentó al siguiente concurso para contrato. De hecho, no tuve contacto con él durante varios años, hasta que coincidimos en otro centro laboral. Y entonces, desde el primer momento, decidí no hablar con él ni una palabra de aquel asunto y mantener mi distancia, pues no valía la pena tener tratos con gente así.

Durante varios días reflexioné sobre todo aquel drama. Llegué a la inevitable y habitual conclusión de que las mujeres, esos hermosos seres a quienes los hombres deseamos, amamos o decimos amar, se ahorrarían muchos sufrimientos si evitaran, en lo posible, entregar su tesoro antes de estar razonablemente seguras de que el receptor sabrá valorar ese regalo. Es un razonamiento muy lógico y manido, nacido de la observación de la realidad. Pero ya sabemos que, el varón que vierte tan fundado razonamiento como simple consejo, es inmediatamente tildado de arcaico o anacrónico, cuando no de machista. Es la malhadada costumbre de atacar al mensajero, desechando el mensaje sin siquiera considerarlo.

Se dice habitualmente que una mujer que ha tenido muchas parejas no sirve para esposa. Ese razonamiento es un lugar común entre los varones. Yo lo he escuchado durante toda mi vida. Si uno se pone a analizar cuán justo o injusto es este criterio para las mujeres, llega a la inevitable conclusión de que tiene fundamento. Una mujer puede entregar su cuerpo muchas veces. Pero no puede hacer lo mismo con su alma. Ésta se agota rápidamente con las primeras entregas. Ese efecto se puede ver, de alguna manera, también en los varones. Pueden estar con muchas mujeres, y se ufanarán de ello. Pero rara vez dejarán de amar a un equipo de fútbol para seguir a otro. Y se jactarán de tener un único amor, en ese campo de dudosa utilidad social que es la afición por el fútbol. También, tanto hombres como mujeres, difícilmente cambiarán de religión. Hacerlo será visto hasta como un acto de condenable apostasía.

Pasaron algunas semanas luego de aquel escándalo. Lentamente, la gente comenzó a olvidar el asunto. Sin embargo, yo no saldría indemne de todos aquellos penosos hechos. Un día, cuando yo llegaba al Instituto, encontré a Rosalinda en la puerta, esperándome. Exigió hablar conmigo inmediatamente. Temiendo un nuevo escándalo, accedí y nos alejamos unas cuadras, hasta la explanada de un supermercado cercano. Allí comenzó a endilgarme la filípica que, sin duda, traía preparada.

-        Usted y ese maldito amigo suyo son lobos de la misma camada – comenzó -. Toman a una mujer para gozarla, envilecerla y luego desecharla. No tienen en cuenta todas nuestras lágrimas y las heridas emocionales que deberemos arrastrar en los años siguientes, como pesados lastres que nos dificultarán el acceso a una vida feliz. Encima de todo eso, otros hombres nos reprocharán por haber amado, por haber creído, por haber confiado. Y nos señalarán, y nos atribuirán un menor valor, exactamente igual como se tasa a los objetos de segundo uso. Usted y su amigo son iguales, no lo niegue. A Vivien le esperan muchos días de sufrimiento. Pero tengo que velar por ella.

Aquí la interrumpí.

-        Ese hombre no es mi amigo, es solamente un colega. Pero, y se lo digo con mucho respeto, soy un convencido de que toda mujer debe evitar apresuramientos, pues de lejos es quien más puede perder en una relación. Usted es adulta. No debió caer en tan precoz deslumbramiento.

De inmediato replicó:

-        ¿Igual como usted deslumbró a Vivien? Usted se ha valido de su mayor experiencia de vida y de su superior nivel académico para embelesarla. Sé que está disfrutando a mi amiga desde hace más de un año y que nunca ha mostrado interés en conocer a la familia de ella. Nunca le ha propuesto formar un hogar. ¿Así se comporta un hombre honesto? ¿Es el proceder de un hombre sinceramente enamorado?

En ese momento pensé que aquella conversación no tenía sentido.  Le pedí que fuese al grano.

-        Es sencillo -dijo ella-. De toda mala experiencia hay que tratar de sacar algo bueno. Quiero evitar que Vivien pase también por lo que yo pasé. Deseo que usted deje libre a Vivien. Cuanto antes. Para mí ella siempre ha sido como una hermana menor.

Esa exigencia me sorprendió y le dije que no tenía ningún derecho para pedírmelo. Pero entonces sacó a relucir argumentos que me dejaron pasmado. Sacó de su cartera una copia de un documento que yo conocía bien. Era un acta matrimonial. En aquella época yo estaba separado, aunque todavía no divorciado, de mi primera esposa. Había sido el gran error de mi juventud. En verdad, yo no había informado de ello a Vivien. Además, dijo que el padre de mi Vivien era un hombre muy violento que no se quedaría impávido ante aquella situación. Y tenía un hermano que era tan o más explosivo.

-        Pero usted puede evitar todo esto -prosiguió-. Está completamente en sus manos. Hable ya con los padres de Vivien, sincérese y pídala en matrimonio. Con un buen abogado, puede apurar su divorcio. Por lo que ella me ha contado, sé que usted tiene casa propia y dos buenos empleos. No le falta nada para hacer feliz a mi amiga. Ella le ha dado felicidad durante más de un año, sin importarle la diferencia de edad de diecisiete años. Es momento de que devuelva algo de todo lo que usted ha recibido. Le doy un mes de plazo.

Se fue, luego de asegurarme que aquella visita suya no era de conocimiento de Vivien, y me dejó hecho un mar de dudas. Pasé varios días cavilando, dudando, sopesando. Ya antes había tenido un breve distanciamiento con ella, totalmente causado por mí. Pero ahora la situación era diferente. Hasta que decidí lo que debía hacer. O, por lo menos, así lo creí.

 

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La cité mediante una llamada telefónica para un sábado, en el mismo lugar de la primera vez. El tono serio de mi voz al citarla, ya la había hecho entender que las cosas no iban bien. La encontré sentada en la misma banca de la primera vez, con unos pantalones de color crema y un sacón de color guinda. Estaba temblorosa y expectante, como quien teme recibir la confirmación de una mala noticia. Su hermoso y larguísimo cabello negro, que tantas veces había yo acariciado, daba marco a su rostro redondo y juvenil, aunque ahora extremadamente tenso. Y todo era por mi causa. Por mi culpa.

-        Quieres que terminemos, ¿verdad? – dijo de pronto.

Me quedé callado. ¿Para qué decirle que algo inexplicable me impedía amarla por completo? Era sencillamente un elemento desconocido en nuestra relación que, en verdad, en ese momento yo era incapaz de explicar. Yo la amaba, por supuesto que la amaba. Pero mi amor de entonces no bastaba. Vivien era atractiva, gentil, ingeniosa. Se entregaba con alegría, sin recelos ni dudas. Para ella, cada sesión nuestra en la intimidad era una fiesta. Caminaba a mi lado cogida del brazo, feliz y sin ningún reparo por mi edad, pese a que yo era bastante mayor que ella. Sus conversaciones eran interesantes. ¿Por qué yo no me animaba a hacerla mi compañera de vida? Solamente puedo dar una respuesta: yo era yo. Inconsciente e indeciso. La sicología popular sostiene que los varones dejamos partir a las mujeres que realmente nos aman, y suspiramos por las complicadas. También eso lo he comprobado en la práctica. También yo, en alguna oportunidad, he padecido por causa de una casquivana que me daba su amor a cuentagotas y que, ahora lo veo, claramente, no valía como pareja ni la cuarta parte de lo que valía Vivien.

-        Tu amor siempre fue una mentira -continuó ella-. He contado todo al señor Jiménez, el encargado de almacén en la empresa. Él se ha sorprendido y me ha dicho que, en tu lugar, estaría feliz. También he pedido consejo a una profesora de mi Instituto. Ambos han coincidido en lo mismo: tú no me quieres. Es duro reconocerlo, pero es la verdad; tú no me quieres. Todas tus palabras solamente fueron mentiras.

Permanecí callado y con la mirada baja. Entonces ella se puso de pie, mirándome casi con desesperación. Había algunas lágrimas en sus ojos. En ese momento yo tenía que haberla abrazado y tomado su rostro con mis manos. Haberle dicho que mi amor era sincero y nunca nos separaríamos. Decirle que deseaba compartir mi vida con ella. Pero no lo hice. Me dejé llevar por la inercia. Vivien comenzó a alejarse caminando muy lentamente junto a las larguísimas rejas del Parque de la Reserva. La absurda indecisión mía me impedía llamarla. Hasta que desapareció en la distancia.

Ahora que han pasado tantos años sin ella y me acerco al sepulcro, no puedo evitar musitar a veces las últimas estrofas del tema Mentiras, del grupo musical Antología:

 

Y ya verás que todo lo que se hace se paga en esta vida

y sentirás cómo duele el alma cuando se marchita en agonía

 

Y ya verás que todo lo que se hace se paga en esta vida

y sentirás cómo duele el alma cuando se marchita en agonía

por la herida


Hasta ahora solamente poseo una explicación para el error de haber alejado de mi vida a aquella maravillosa muchacha.

Es que, en ese tiempo, yo era yo.