viernes, 8 de agosto de 2025

VENGANZA DE MUJER

 
Así como existen personas que se desviven por el fútbol, otras que aman la música clásica y otras más que no pueden pasarlo sin bailar los fines de semana, hay quienes, sin ser gastrónomos, disfrutan con fruición de la buena comida. Y, por tanto, siempre están pendientes de los establecimientos en donde se puede degustar los mejores platos.

Maricielo Ramos era una de esas personas. Era alta, muy delgada y con piernas muy, pero muy largas. Estudiaba en la Facultad de Ciencias Contables de la Universidad Nacional del Callao, y era súper exigente con la comida. Aborrecía los restaurantes baratos que venden modestos menús proletarios, y gastaba la mayor parte de su dinero en platos costosos. Este rechazo por los platos populares se había originado en una ingrata experiencia del final de su educación secundaria. La madre de familia encargada de la cena y la fiesta de promoción de su colegio, se había gastado buena parte del dinero, y por ello recurrió a una medida desesperada para atender la cena que, según acuerdo, debía incluir como plato principal un suculento guiso de pavo. En vez de recibir presas tales como muslos, encuentro o pechuga, muchos de los comensales, entre ellos Maricielo, recibieron desafiantes y correosos pescuezos de pavo. Esto originó una acalorada disputa de los padres con la encargada, la cual insistía en que, muslo, pechuga o pescuezo, todo era pavo.

Por ese humillante episodio ella evitaba, cuando comía fuera de casa, los restaurantes baratos. Había visitado los más reputados locales de comida rápida en Lima. También había cenado en algunos restaurantes caros. Y siempre quería conocer más locales de categoría, más platos, más sabores. Era una epicúrea. Pero no caía en el vicio de la gula. Nunca comía de más. Lo que amaba no era la cantidad, sino la calidad. Eso, sumado a su especial metabolismo, le permitía mantener una figura tan esbelta que sus amigos de la Universidad se referían a ella como “La Zancuda”.

Uno de sus compañeros de estudios se llamaba Hiro.  Extremadamente bromista, se ufanaba de haber salido con más de veinte chicas de la Facultad. No era propiamente un mujeriego, pues no acostumbraba enamorar a las chicas que salían con él. Por lo menos, no a todas. Y cuando lo hacía, no era muy persistente. Lo que él realmente buscaba era flirtear, departir, bromear, y también bailar, por supuesto. No buscaba una relación romántica en toda regla. Sentía que aquello hubiese sido una atadura.  Había leído el libro El Retrato de Dorian Gray, y siempre mencionaba las palabras de Lord Henry Wotton, un personaje de aquella famosa novela escrita por Óscar Wilde:

-                Un hombre puede ser feliz con cualquier mujer, mientras no la ame.

Hiro sentía que el camino apropiado para un hombre era ése: divertirse superficialmente con muchas, sin comprometerse con ninguna. En cierta oportunidad un docente entrado en años contó a algunos alumnos que, en una etapa de su vida, había sufrido mucho por los celos, y entonces Hiro replicó que los celos son señal de debilidad y que él nunca sufriría por una mujer.

-                Yo soy un hombre superado, profesor. Yo nunca podría sufrir por una mujer. Estoy blindado frente a esas cosas -aseguraba, sonriendo.

Sucedió que, en una oportunidad, Hiro resultó desaprobado en la asignatura de Gestión Pública. No había estudiado lo suficiente y, para colmo, Maricielo se negó a incluir a última hora el nombre de Hiro en un trabajo grupal que había encargado el profesor del curso. Había sido un acto de honestidad y rectitud por parte de ella, pero él guardó durante varias semanas un tenue rencor. Hasta que aquel sentimiento negativo pareció haber desaparecido.  Pero, como se supo después, algo de eso aún permanecía en su fuero interno.

Un día Hiro invitó a Maricielo para salir juntos el siguiente fin de semana. Ella, que lo apreciaba, pensó que era una excelente oportunidad para limar cualquier antigua aspereza, y aceptó de inmediato. Sin, embargo, fue muy explícita al mencionar sus expectativas:

  Hiro, a mí me agrada la buena comida. Supongo que no me invitarás a cenar arroz con pollo en un local barato.

-  Pierde cuidado, Maricielo. Te prometo una experiencia espectacular que tu estómago nunca olvidará.

Y salieron juntos el siguiente sábado. Pero las cosas no resultaron como ella imaginaba. Inicialmente, Maricielo había esperado que fuesen, al menos, a un local de comida rápida con reputación como Kentucky, Mc Donalds, Pizza Hut, Pardo, Bembos o similares. Y cuando él le prometió una experiencia inolvidable, por un momento ella tuvo la esperanza de cenar en algún restaurante de la cadena de Gastón Acurio. O quizá en Maido’s. La realidad fue muy distinta.

El lunes siguiente, Maricielo llegó a la Universidad hecha una furia. Estaba roja por la cólera, y con razón. Su amiga Sayuri, que estaba enterada de su cita con Hiro, le inquirió:

-  ¿Cómo te fue? ¿Te llevó a un local de categoría? ¿Gastó mucho dinero?

Maricielo, apretando los dientes, le contó la humillación que había sufrido. Y es que el muy pillo de Hiro, en vez de llevarla a un establecimiento exclusivo como había prometido, la condujo hacia la carretilla de un emolientero. Allí pidió, para ella, un vaso de boldo y un plato de cachanga. Para él pidió un vaso de agua de piña con linaza y un pan de cebada.

-  ¿Te imaginas? -le decía indignada a su amiga -. ¡Yo esperaba un jugo de arándanos o un cóctel de frutas en un local de primer nivel, y recibo un vaso de boldo! ¡Yo me ilusionaba con un exquisito filete de ternera con champiñones, y recibo un asqueroso plato de cachanga! Nunca me había sentido tan humillada…

Entonces recordó el penoso episodio del pescuezo de pavo.

-  Hiro pagará por este escarnio -se prometió a sí misma. Y entonces se sintió mejor.

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Maricielo preparó su venganza con toda calma. Para su suerte, tenía una amiga norteña experta en amarres, y otra que era químico farmacéutica y gran conocedora de feromonas y perfumes afrodisiacos de olor casi imperceptible, pero de probados efectos sobre los marcadores de testosterona de los varones jóvenes. También se aseguró la ayuda de su amiga Sayuri y de un compañero de muy baja estatura apellidado Cárdenas y apodado Bonsai, que comprometió su apoyo a Maricielo y se mostró dispuesto a ser el principal instrumento de su venganza. Su tridente justiciero.

Y un día todo cambió.

El asunto es que, de un momento a otro, Hiro empezó a ver a Maricielo con otros ojos. Comenzó a sentir una violenta atracción por ella. No podía evitarlo. Se ponía trémulo cuando la veía pasar. Un calor casi bochornoso abrasaba su piel cuando la tenía cerca. Si antes la trataba con una cordial indiferencia, ahora todo en ella le parecía infinitamente deseable. Inconscientemente, subía y bajaba la mirada cuando ella caminaba y se contoneaba. Sus larguísimas piernas eran motivo de un anhelo casi insoportable para Hiro. Se imaginaba a sí mismo recorriendo aquellas formidables calancas, transitando una distancia sideral, sabiendo que al final de aquel larguísimo recorrido estaban la gloria, el edén y la felicidad perpetua. Ella, hábilmente, lo trataba con calculada amabilidad, pero no permitía una cercanía excesiva. Y era un enorme padecimiento para él, pues sabía que no podía acercarse a Maricielo para hacerle una propuesta romántica después de la pesada broma del vaso de boldo y el plato de cachanga. Por lo menos, no en mucho tiempo. Y el tiempo no estaba a favor de Hiro, pues en el horizonte había aparecido un rival que parecía estar ganando terreno aceleradamente.

Era el estudiante de escaso tamaño apodado Bonsai. Este alumno nunca había sido un camarada cercano de Hiro, pero de pronto acortó las distancias con él y se hizo su amigo.

-     Estoy enamorado de la Zancuda -le confió un día. -Y parece que ella también quiere conmigo…

A Hiro se le hizo un nudo en la garganta. Apenas pudo preguntar:

-  ¿Por qué crees eso?
- Un hombre se da cuenta. Y más aún un hombre  observador como yo -se jactó Bonsai.
-  ¿Y piensas mandarte pronto con ella? -preguntó Hiro, con voz temblorosa.
-   Por supuesto. Ya la imagino entrando conmigo a un hotel. Y entonces…
-   ¿Entonces qué? -preguntó Hiro, temeroso de la respuesta.
-      Pues entonces le mandaré catorce polvos…
-     ¿Tantos? -se escandalizó Hiro.
-      Sí, catorce. Y después…
-     ¿Después qué? -preguntó Hiro, con una voz de agonía.
-       Después le arrancaré el clítoris…
-       ¡Arrancarle el clítoris! ¿Y por qué? ¿Para qué?
-        Para que no sienta placer con nadie más…

Hiro quedó conmocionado con aquella conversación. A partir de aquel día odió a Bonsai. A cada momento se repetía “malvado enano pervertido, maldito liliputiense”. Si ya de por sí los celos lo atormentaban, la posibilidad de que quien ganase el premio mayor y logara llevar a aquella adorable mujer a la cama, fuese aquel anticipo de hombre, aquel chichón de cuy, aquel pedacito de gente, aumentaba su ira.

Pero aún iba a padecer más. Un día comenzaron a circular por la Facultad varias fotografías de una visita a la playa León Dormido. En una fotografía grupal, aparecían Bonsai y Maricielo, muy cerca uno de la otra. De por sí, eso enardeció a Hiro. Pero también circuló una fotografía que era una toma cercana del bikini que ella tenía puesto, con un detalle puntual; tanto en el top como en la braga, ambos de color rosado, estaba estampado en letras negras y cursivas el nombre de ella, Maricielo. Hiro no pudo dormir en toda la noche. Sentía y temía que el enano estaba a un paso de llegar a la cima y apropiarse de aquel monumento de mujer. De aquel maravilloso cuerpo de saltadora con garrocha.

Hasta que llegó el episodio de CORNECCOFF. Era un evento que reunía a estudiantes de contabilidad de todas las universidades del país. Aquel año se iba a realizar en Trujillo. Exposiciones y visitas guiadas, pero también juergas y, en muchos casos, desenfreno. Hiro estaba en las últimas clases del curso de idioma extranjero, y por ello no podía anotarse para el viaje. Y el corazón le dio un vuelco cuando supo que, en el último día y a última hora, Maricielo y el malvado Bonsai se habían inscrito para viajar.

Y, en efecto, ambos viajaron a Trujillo con el resto de la delegación. Hiro se quedó en Lima, abrigando funestos presentimientos. El tiempo que el grupo de estudiantes estaría en Trujillo, sería de cuatro días.

“Y tres noches”, pensaba Hiro, sintiendo un temor casi físico.
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Fue una verdadera agonía lo que vivió Hiro durante esos días y, sobre todo, esas noches. Estuvo llamando insistentemente a Maricielo, pero ella no contestó. En la segunda noche, le contestó Sayuri, y le dijo que habían asistido a una exposición y luego a una fiesta, pero a Maricielo y Bonsai no se les veía por ningún lado, pues en mitad de aquella fiesta, se habían hecho humo. Hiro, desesperado, llamó a ambos, decenas de veces, hasta que su teléfono celular se recalentó. Y entonces sintió en sus huesos que había perdido. Que su adorada Zancuda había sucumbido ante las argucias del enano Bonsai. Que en aquellos momentos, aquel malvado liliputiense estaba practicando, con la Zancuda, todas las poses íntimas del Kamasutra, incluido el famoso doble salto mortal con patada a la Luna. En su dolor, llegó a imaginar que el enano estaba utilizando aquellas adorables y larguísimas calancas, para practicar salto con garrocha.

Compró algunas latas de cerveza y se encerró en su habitación, bebiendo y lamentándose. Ya un poco ebrio, lloró y entonó una conocida canción de Lucho Barrios:

Mientras que el otro
te pone altar
yo bien quisiera
cavar tu tumba
 
Y la sentida canción, himno de millones de hombres desengañados en el Perú, terminaba así:

Si él te adora
yo te desprecio
si te enaltece
yo te maldigo
 
Hiro no podía saber que toda aquella trama había sido urdida por una mujer irritada que no perdonaba el escarnio del boldo y la cachanga, y que en aquellos momentos Maricielo, Bonsai y Sayuri estaban sentados y riéndose en un comedor del hotel que albergaba a la delegación.

Pero faltaba la estocada final. Cuando Hiro estaba cantando con el pecho partido por el dolor, su teléfono celular timbró. Era un mensaje del anticipo de hombre Bonsai. Ansioso, se precipitó a visualizarlo. Luego de leerlo y ver la fotografía adjunta, dio un grito de dolor espantoso, tanto que sus hermanos, al escucharlo, creyeron que había bramado un camello.

El mensaje de Bonsai decía “Objetivo alcanzado”. Y la fotografía mostraba la braga rosada de la Zancuda, con su nombre estampado en letras negras y cursivas. La prenda estaba totalmente desgarrada, como si hubiese sido destrozada en un embate de pasión.

Y entonces Hiro, el hombre superado, el hombre blindado, cayó desmayado sobre el piso de parqué de su habitación.