La sencillez en el lenguaje es un don que no todos tienen.
Mucho menos el sociólogo Josué Sánchez Pinillos, docente de la Facultad de
Ciencias Contables de la Universidad Nacional del Callao. Hablar usando
términos simples, fáciles de entender, estaba fuera de su alcance. Enseñaba los
cursos de Lógica, Sociología y materias afines. En el año 1985 fue mi profesor
del curso El Perú y su problemática, y aún recuerdo el día de nuestra
primera clase. En ese entonces, estudiábamos en modestas aulas de ladrillos pintados
de blanco y con techos de fibrocemento. Sentado en una carpeta individual, con
un cigarrillo en la mano y con aires de cónsul romano, el profesor Sánchez
Pinillos soltó su primer rollo:
-
Dilectos
discentes, saludo vuestra presencia y solicito su alacridad. Mucho
trabajaremos, y será una ventura que no tengamos ningún badanas en la nómina.
Porque de que, entre ustedes, babiecas no hay, y tampoco baldragas ni
barrenados, muy seguro estoy, a fe mía.
-
No
entendí nada. – contestó otra.
-
No
estoy seguro. Creo que ha dicho que quiere echarle agua a una vieja.
-
Es
preciso que reclamemos. No se entiende nada de lo que dice.
-
Hay
que tacharlo.
-
Tal
vez es un profesor de idiomas que se confundió de aula. Leí en los diarios que
en algunas Universidades iban a iniciar la difusión del esperanto, como idioma
universal. Quizá es profesor de esperanto.
-
Para
que nos hagan caso, busquemos el apoyo de un dirigente estudiantil.
Entonces alguien propuso llamar a Juan Samanez Pantaleón, alumno de décimo ciclo, que a mitad de carrera había llegado trasladado de una Universidad particular. Era un individuo camaleónico, que entonces pasaba por opositor furibundo de las autoridades, en realidad siempre buscando alguna ventaja. Todos recordábamos el incendiario discurso con el cual un día había satanizado al profesor Víctor Mere, uno de los docentes más queridos y respetados de la carrera de Contabilidad. Este profesor, que entonces era Jefe de Departamento Académico, había repartido algunos folletos informativos entre el alumnado. Juan Samanez Pantaleón, públicamente y micrófono en mano, lo vapuleó sin compasión:
- ¡Y ese corrupto profesor Mere, líder de la mafia piurana, que reparte volantes cual diabólico canillita, queriendo tapar su falta de escrúpulos, su incapacidad y su pésima gestión!
Era aquel mismo Juan Samanez Pantaleón que, años más tarde y ya convertido en auditor tributario y docente de la Facultad en los cursos de Tributos, se presentaría en la oficina de Víctor Mere, entonces Decano, y le diría con voz meliflua:
-
Víctor,
campeón. ¿Te apetece un cafecito?
Ya en sus años de alumno era fácil ver la naturaleza falsa, ofídica y traicionera de Juan Samanez Pantaleón, un hombre sin temor a Dios, sin principios y sin patriotismo. De haber sido Oficial de las fuerzas armadas, hubiese vendido secretos militares a los chilenos. De haber sido sacristán, hubiese vendido el cáliz y las hostias al mejor postor. Ni siquiera era leal a su familia. Una historia siniestra lo perseguía. Tenía una hermana menor que criaba con amor a un hermoso y rollizo gato blanco llamado Nelson. Un día en que Juan Samanez Pantaleón estaba solo en casa, pasó por allí un vecino chinchano habituado a comer suculentos guisos preparados con la carne de aquellos felinos. Juan Samanez Pantaleón, cruel y ambicioso como pocos, no dudó un momento en vender el gato de su hermanita por unos cuantos billetes. Insensible al dolor ajeno, ante sus familiares fingió sorpresa por la desaparición del animal. Ni las copiosas lágrimas de la niña ni la certeza del martirio que sufriría el infortunado animalito, hicieron mella en su ánimo.
Además de su personalidad absolutamente malvada y desleal, Juan Samanez Pantaleón también era conocido por su irrefrenable lujuria. Necesitaba tener sexo casi todos los días. A todas sus compañeras las miraba con ojos inyectados en semen. Entre los alumnos circulaban varias historias al respecto. Se decía que era tan lujurioso que se excitaba hasta cuando veía a dos moscas haciendo el amor. Se decía también que, en cierta oportunidad, todas las alumnas de la Facultad habían acordado hacerle la ley del hielo, y no ceder a ninguno de sus avances amorosos. Como resultado de aquel boicot romántico, Juan Samanez Pantaleón había pasado dos meses sin actividad sexual, y entonces sufrió un derrame. Pero no fue un derrame cerebral, sino un derrame seminal.
Pero volvamos a los días en que el profesor Sánchez Pinillos torturaba los cerebros de sus alumnos con su lenguaje abstruso, tortuoso, alambicado y anfractuoso.
Aquel día, al final de la asamblea, los alumnos firmaron
una relación tachando al profesor Sánchez Pinillos. Por cierto, yo no firmé
aquel documento, como tampoco lo firmó mi compañera Gloria Pizarro, que lo
defendió con vehemencia. También acordaron buscar a Juan Samanez Pantaleón,
para solicitar su apoyo. No fue tarea fácil. En aquellos tiempos no había
facilidades para comunicarse, y él no asistió a la Facultad, durante dos días.
Cuando por fin apareció, vimos que tenía algunos moretones en la cara y cojeaba
ligeramente, por algunas lesiones recibidas. Pudimos saber entonces que Juan
Samanez Pantaleón había sido asaltado por dos hampones viciosos que,
desesperados por comprar droga, lo habían atracado en una calle solitaria, y lo
habían golpeado con saña pues, al rebuscarle sus bolsillos en busca de dinero, no
habían hallado ni una moneda. Solamente habían encontrado dos condones.
Inmediatamente, Juan Samanez Pantaleón se interesó en el
tema y pidió todos los detalles del reclamo estudiantil. Se dirigió al aula y
encontró allí a casi todos los quejumbrosos que habían firmado la tacha contra
el profesor Sánchez Pinillos.
-
¡Compañeros! -comenzó con su conocido estilo
teatral – Es un insulto, una afrenta, una humillación, que las autoridades
quieran imponer como docente de esta casa superior de estudios, a un hombre que
habla en clave, en jerigonza, rajando los cráneos de los alumnos. Seguramente
es un aprista, como casi todos los jefes de nuestra Universidad. Aquí somos
todos peruanos y hablamos el maravilloso idioma de Cervantes. No necesitamos
que ningún extraño dicte sus clases empleando rebuscados términos con los
cuales, seguramente, pretende aparentar una profundidad de pensamiento que no
tiene. ¡Hay que echarlo de la Universidad! ¡El pueblo, unido, jamás será
vencido! ¡Palmas, compañeros!
Y contó que el profesor Sánchez Pinillos era contratado y,
por tanto, fácil de tachar. También dijo que aquel docente era conocido como el
Poeta Loco.
Inmediatamente formaron una comisión, encabezada por Juan
Samanez Pantaleón, para hablar con el profesor Carlos Furtado, entonces Jefe de
Departamento, y presionarlo para que el profesor Sánchez Pinillos fuese
reemplazado por otro docente.
Llegaron a la oficina, pero, astutamente, Juan Samanez Pantaleón convenció a los demás, diciéndoles que era preferible que él entrase solo, pues el profesor Furtado era un hombre sanguíneo y fácil de exasperar. Aprovechó esa coyuntura para presionar al profesor Furtado y conseguir apoyo para su bachillerato. La flamante Ley Universitaria, dictada por el gobierno aprista, había generado mucha inquietud. Luego de media hora, salió con una sonrisa de oreja a oreja, y dijo que ya todo estaba arreglado.
Mientras tanto, mi compañera Gloria Pizarro había hecho elaborado una lista de todos los que estábamos dispuestos a llevar el curso con el Poeta Loco. Yo también firmé esa lista. Vi entonces que el profesor Sánchez Pinillos, con semblante de preocupación, se dirigía a la oficina de Furtado, seguramente convocado por éste.
-
¿Ahora qué hago? -le espetó Furtado–. Esa
víbora de Samanez Pantaleón sabe que yo te he traído a la Universidad, y me
está presionando. ¿Por qué siempre generas estos problemas?
-
La reluctancia de algunos donceles, arropados
por propincuos adláteres, ha devenido en una pasajera iconoclasia -dijo el Poeta
Loco.
-
¡Carajo! ¿No puedes hablar en cristiano?
¿Quieres quedarte sin trabajo? –estalló Furtado.
Al final, todos quedaron contentos. Los alumnos
quejumbrosos llevaron el curso con un profesor apellidado Espinoza, típico
izquierdista casi analfabeto, que pasaba las horas haciendo exponer a los
alumnos y aprobaba a todo el mundo. Por otro lado, quienes habíamos firmado la
lista de apoyo al Poeta Loco, llevamos el curso con él y nos fue bien.
Aprendimos muchas cosas interesantes con él, cosas que elevaron nuestro nivel
cultural. Era un docente muy culto y ameno.
Sin embargo, un día me fijé en un pequeño detalle. Antes de cada clase, el profesor Sánchez Pinillos, disimuladamente, encendía una pequeña grabadora y la escondía entre sus papeles. Amistosamente, le rogué que me explicase aquello, pues entre mis planes estaba dedicarme en algún momento a la docencia. Así, amablemente acorralado, me confesó lo siguiente:
- No digas esto a nadie, pero la verdad es que yo mismo no entiendo muchas de las cosas que digo en el aula. En casa, mi esposa escucha la grabación y me ayuda a comprender.
Sonreí comprensivamente, y le pedí que me mostrase alguno de sus poemas. Me alcanzó brevemente un soneto que leí y memoricé de inmediato. No tenía nombre, pero yo lo he titulado Loconeto, pues es un soneto escrito por un hombre al que llamaron Poeta Loco, pero resultó ser más cuerdo que muchos:
LOCONETO
Yo sé que algunos dudan
de mi cordura
creen que la niebla
oscurece mi entendimiento
y que es mi principal
predicamento
ser esclavo de la más
penosa locura
No entienden que en
este cerebro mío
hay un formidable
exceso de neuronas
que no padece ninguna
otra persona
y que genera en mi
cabeza un tremendo lío
Tantas ideas, imágenes
y pensamientos
se entrecruzan en mi
mente poco a poco
que no sé hablar sin
causar impedimento
Mas yo juro, con ardor
y gran sofoco
con certeza, convicción
y ardimiento
yo juro, que a mí no me
patina el coco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario