viernes, 23 de agosto de 2024

LIBRO CONTABILIDAD BÁSICA II

 

Estimados amigos; me complace comunicarles que ya está en el mercado la versión actualizada de mi libro Contabilidad Básica II, edición 2024, concordante con el PCGE 2019 y con las NIIF vigentes. Pese a mi salud seriamente resquebrajada, he podido completar esta labor. Siempre contando con la confianza de Editorial San Marcos.

En esta oportunidad, he tenido la ayuda de mi buena amiga la CPC Carla Susana Hernández Tarazona, quien fue mi alumna en la Universidad Nacional del Callao y es una de las contadoras más capaces que he conocido. Ella tuvo a su cargo el capítulo correspondiente al PDT PLAME.

No puedo dejar de rendir homenaje al recientemente desaparecido empresario y escritor Aníbal Jesús Paredes Galván, fundador de Editorial San Marcos. Hombres como él son fundamentales, pues crean bienes y servicios que mejoran nuestras vidas. Pero no aparecen fácilmente en nuestro Perú, por la malhadada costumbre de muchos compatriotas, de criticar, envidiar y sabotear a quien ha logrado algo importante. Odian sin razón a todo empresario. Así somos.

Hasta otra oportunidad, si el Creador lo permite.



miércoles, 7 de febrero de 2024

UN HOMBRE Y DOS CAMINOS

 

No tengo ningún reparo en decir que el profesor Walter Huerto Nicanor, de la Facultad de Ciencias Contables de la Universidad Nacional del Callao, siempre fue mi compañero más leal en ese centro de estudios. Sin dobleces ni resentimientos, mi tocayo Huerto siempre mostró empatía y humanidad. Con una salud envidiable y enamorado de su trabajo, Walter Huerto irradiaba optimismo.

A diferencia de todos los demás docentes de su generación en la Facultad, Huerto era un solterón empedernido, y su persistencia en mantenerse alejado del registro civil era motivo de algunas chanzas. Yo mismo, en alguna oportunidad, lo embromé amistosamente:

 

-        Tocayo, como usted ya tiene sus años y no se casa, la gente está hablando tonterías…

-        ¿Qué están hablando?

-        Están diciendo que usted patea con los dos pies…

 

Él se desternilló de risa, afable como siempre. Insistiendo, le hablé de una cosmetóloga de mi vecindario, llamada Magdalena, esbelta mujer de unos treinta y cinco años, que tenía su local rotulado Glamour a pocos metros de mi domicilio y hacía tiempo estaba a la caza de un novio que llenase sus expectativas. Era originaria de Salas, el pueblecito norteño conocido por ser cuna de brujos. Ella misma era hija de un chamán.

 

-        Tocayo, esa cosmetóloga de Salas le curaría a usted su misoginia de un solo plumazo. Con un par de tragos de Chamico, un amarre y un baño de florecimiento con agua de las Huaringas, usted caminaría descalzo y sobre vidrio molido por ella…

 Y mi tocayo Huerto solamente se reía, seguro de su completa inmunidad frente a ese hermoso sentimiento llamado amor, que como bien definió un inspirado autor, es un algo sin nombre que obsesiona a un hombre por una mujer.

Pero en el pasado de mi tocayo Walter Huerto había una historia triste que poca gente conocía. En su adolescencia, en su natal Chiclayo, había tenido una enamorada que era su alma gemela. Una linda muchacha de ojos almendrados y nariz respingada, llamada Alicia. Eran una pareja casi perfecta, pero un absurdo accidente ocurrido en el mar de Pimentel se había llevado a su amor en la primavera de la vida. Aquella tragedia lo había marcado indeleblemente. Por eso, ninguna mujer llenaba sus expectativas, y se resistía a formar un hogar. Hasta que un día… 

Mi tocayito Huerto era curioso. Eso lo motivó para entrar un día a la plataforma de Internet llamada Tinder, que sirve para buscar pareja. Abrió su cuenta, y a los pocos días recibió una notificación sobre una mujer que deseaba contactar con él. Decía que se llamaba Ana, vivía en la ciudad de Trujillo y tenía veinticuatro años. También adjuntaba una fotografía de medio cuerpo. 

Fue amor instantáneo. Apenas vio aquella fotografía de Ana, vestida con una blusa celeste que resaltaba sus formas, mi tocayito Huerto quedó prendado. Era como si Alicia hubiese vuelto de algún lejano y solitario páramo, para continuar su historia de amor. Para terminar con la voluntaria soledad de mi amigo. Aquellos ojos almendrados, aquella sonrisa grácil, todo era de Alicia.

Le escribió frenéticamente y, durante varios meses, intercambiaron mensajes. Mi tocayito la había bautizado como “chinita trujillana”. Y estaba enamorado. Completamente enamorado. Aunque jamás en su vida había escrito poesía, lo hizo para ella:

 

Sólo le pido a Dios

un lugar bajo el sol

para ti y para mí.

 

También le escribió:

 

                    Ningún espectáculo

                    es tan hermoso

               como tu sonrisa.

 

Ella le contaba sobre sus estudios de enfermería. Ante la insistencia de mi tocayito para un encuentro personal, ella le prometió viajar a Lima, en donde tenía familia, tan pronto como culminase su semestre académico. Él se frotó las manos. Ya imaginaba tener entre sus brazos a su chinita trujillana.

Planificó cuidadosamente el encuentro, para que todo fuese perfecto. Escogió un lugar solitario, frente al mar. Una playa discreta, lo cual era enteramente factible por la estación invernal que se avecinaba. Allí, pensaba él, vería aparecer, como saliendo de las olas, a aquella muchacha que había partido hacía tantos años, dejándolo desconsolado. Y es que, para él, ella era Alicia. Era el amor perdido que volvía por una piadosa jugada del destino.

Mi tocayo Huerto siempre fue muy reservado con sus asuntos personales. Pero, emocionado con aquel regalo de la vida, no había podido evitar comentar el asunto con un amigo chiclayano como él, ingeniero de sistemas y contemporáneo suyo, que había conocido a Alicia. No le ocultó nada, deseoso de compartir aquella inesperada felicidad.

Ya solamente faltaban dos días para la fecha del anhelado encuentro, cuando el amigo chiclayano le envió un mensaje urgente, informándole lo que había encontrado en sus indagaciones. La persona con la cual el tocayito Huerto había tenido correspondencia durante todos aquellos meses, de la cual se había enamorado perdidamente y para quien había escrito poesía por primera vez en su vida, no era una delicada chinita trujillana, sino un fornido zambo chinchano. Era un degenerado que contaba con varias denuncias policiales. Había citado a varios hombres solitarios y luego los había atacado, valiéndose de su poderosa contextura física. El asunto es que, por un pelo, mi tocayo Walter Huerto se libró de un destino cruel.

Durante varias semanas, mi tocayito quedó en un estado de shock. Aquella decepción había revivido todo el dolor sufrido en su adolescencia. Era como haber perdido a Alicia por segunda vez. Perdió el interés por las cosas.  Un profundo estado de depresión lo abrumó. Pero eso fue solamente el inicio de algo mucho peor.

Y, una noche, apareció un sueño incomprensible. En ese sueño, mi tocayito Huerto estaba en una inmensa explanada, sentado en un pequeño taburete. Ante él desfilaban, danzando, innumerables guerreros africanos musculosos, potentes y totalmente desnudos, excepto por algunas plumas que adornaban sus apretadas cabelleras. Cada guerrero que pasaba meneaba su órgano viril en la aterrada cara de mi tocayito.

Luego de que cada africano sacudía su enorme huaraca ante los desorbitados ojos de mi tocayo Huerto, éste quedaba miope, boquiabierto y espantado. Y ese sueño, que más bien era una pesadilla, se repetía noche tras noche, trayendo el desasosiego a su vida.

Debo reconocer que mi tocayo Huerto me honró con su confianza al relatarme todos estos dramáticos sucesos. Hondamente preocupado, acudió a los médicos. Se sometió a toda clase de exámenes y análisis clínicos. Radiografías, tomografías y una resonancia magnética. Inclusive consultó con algunos siquiatras. Por fin, un día en que yo lo acompañé, un neurólogo le dio el diagnóstico:

 -        Señor Huerto, está usted en una situación de extremo peligro. Seguramente usted tiene conocimiento de que existen enfermedades que antes de instalarse definitivamente en el cuerpo humano, envían señales previas de alerta. Así, existen la prediabetes, la prehipertensión y las úlceras precancerosas…

-        Sí, doctor. Eso lo conozco. Por favor, continúe usted – repuso mi tocayito, ya angustiado.

-        La situación en la que usted se encuentra se denomina prehomosexualidad. En su cerebro ha aparecido un grupo de neuronas homosexuales que están multiplicándose aceleradamente.

-        ¿Y qué debo hacer? – preguntó mi tocayo Huerto, con un hilo de voz.  

-        Luchar. Usted tiene que potenciar sus neuronas heterosexuales.  Con urgencia, usted tiene que enamorarse de una mujer y formar una pareja estable con ella. Es absolutamente imperativo que haga lo que le digo, y pronto. Porque si usted no hace nada, si usted no lucha…

 -        ¿Qué me podría pasar, doctor?

 -        Pues entonces las neuronas homosexuales invadirán todo su cerebro y             usted se entregará al primer zambo que se le cruce en la calle.

Al escuchar estas últimas palabras del neurólogo, mi tocayo Walter Huerto sufrió un desvanecimiento. ¡Casualidad de la vida! En ese momento, el primer profesional que corrió a asistirlo fue un médico residente que era afroperuano. Cuando mi tocayo abrió los ojos y recuperó vagamente la conciencia, vio a aquel hombre moreno inclinado sobre él y, luego de proferir un grito, volvió a desmayarse.

Mi tocayo Huerto tardó más de una hora en reponerse completamente. Pero cuando lo hizo, mostró una actitud decidida. Yo nunca antes lo había visto tan resuelto.

-        Tocayo -me dijo-, vamos de inmediato a tu vecindario. Tienes que presentarme hoy mismo a esa cosmetóloga Magdalena.

Yo no estaba tan seguro de que aquella fuese la mejor opción.

 -        Tocayito -repuse-, recuerde usted que ella es medio bruja. No por nada es hija de un brujo malero. Parece que todos sus familiares se dedican a esas actividades. Además, me he enterado de que ha tenido un pretendiente mototaxista que es un verdadero rufián y que hasta ahora no se resigna al rechazo de ella. Siempre está merodeando por los alrededores. Ese sujeto podría causarle problemas a usted.

-        No importa nada de eso -aseguró-. Tú cumple con llevarme donde ella y presentármela.

 Accedí, y comprendí que no le faltaba razón a mi tocayo Walter Huerto. Solamente había dos caminos ante él, y no tenía ninguna duda. Decidió que era mil veces preferible elegir el primer camino y ser adorador sumiso de la inquietante Magdalena.

 El otro camino era ser empujado por aquella patología neurológica a caer completamente rendido en los poderosos brazos de algún zambo.   

martes, 2 de enero de 2024

UN ENFERMO DE PRIAPISMO

 

Aún recuerdo el día en que, por primera vez y en un pasadizo de la Facultad de Ciencias Contables, hablé con el profesor Juan Samanez Pantaleón. Yo aún no sabía que todos los colegas lo llamaban Juancito.  Tampoco sabía de su fama de falso y traicionero. Solamente había escuchado algo respecto de su obsesión por el sexo. Pero su conversación era muy amena. Enseñaba cursos de Tributos, y todo lo veía materia imponible, impuestos, tasas, contribuciones, deducibles y otros conceptos por el estilo. Pequeño de estatura, pero con una mirada que parecía atravesar las paredes y una energía inagotable, Juancito podía ser muy locuaz e ingenioso.

 

Pero entonces, dos atractivas secretarias de pronunciados bustos y generosas caderas pasaron riendo, con dirección a otra Facultad. Tenían puestas unas blusas diminutas y sus curvas proclamaban vida a los cuatro vientos. Entonces Juancito perdió la noción de las cosas y las miró disimuladamente. Toda su piel se erizó ante la cercanía de aquella carne joven, lozana y rozagante. Yo lo miré de reojo y pude notar su turbación.

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“Es cierto lo que me dijeron” – pensé – “Este hombre es un volcán de erotismo”.

 

Con el transcurso de las semanas, pude enterarme de que Juancito sufría de una variante de priapismo, enfermedad que en el lenguaje popular recibe el nombre de garrotillo. Un persistente endurecimiento de su órgano viril lo atormentaba. Juancito no podía sentir una presencia femenina y joven cercana sin sufrir una férrea e indomable erección. En una Facultad con la mayoría de su alumnado compuesta por mujeres, aquello representaba un serio problema. En verdad, su comportamiento siempre fue correcto, pues mantenía una conducta respetuosa con todas las alumnas, pero aquella continencia le costaba mucho más que a todos los demás docentes. La causa era aquel horno que tenía entre las piernas.

 

Juancito nació en Reque, un pequeño pueblo de la norteña región de Lambayeque. Desde pequeño fue muy sensual, y al llegar a la adolescencia se desató en él un furor erótico que nunca mermaba. Espiaba a todas las muchachas de su pueblo y tenía sueños húmedos con todas ellas. Sus amigos mayores, que notaron pronto aquella permanente excitación suya, lo embromaron diciéndole que seguramente se debía a un hecho muy puntual de su infancia.

 

-        Cuando eras un bebé tus padres no tenían ninguna vaca, y por eso te alimentaron únicamente con leche de burra.

 

En aquel pueblo olvidado, de rígidas normas ancestrales, no tenía oportunidades para desfogar aquella energía viril que lo desbordaba. En una oportunidad conversó con un viajero que había vivido varios años en Lima, la ciudad capital del país. Aquel hombre le contó innumerables historias de la vida en Lima. Pero lo que más interesó al joven Juan Samanez Pantaleón fue saber que en Lima había lugares en los cuales un hombre podía pagar y escoger una mujer para hacerla totalmente suya durante una hora o más. Aquello enardeció aún más a Juancito. Casi no podía pensar en otra cosa que en un cuerpo desnudo de mujer.   

 

Cuando tenía diecisiete años se escapó de la casa de sus padres para viajar a Lima. Viajó escondido en un camión que transportaba verduras. Ansiaba conocer la capital, pero en verdad su principal motivación para irse a Lima no era estudiar ni trabajar. Lo que él anhelaba era visitar y conocer La Nené, La Salvaje, El Botecito y El Trocadero, los más reputados prostíbulos de la ciudad.

 

Durante mucho tiempo, Juancito fue un fiel parroquiano de aquellos burdeles. Trabajó primero como obrero y luego como vendedor. Las ideas comunistas germinaron en su pensamiento y se ilusionaba con el amor libre que predicaban algunos supuestos pensadores. También soñaba con dedicarse a la actuación. Pero él no anhelaba ser actor cómico ni actor dramático. Él soñaba con ser un gran actor porno. O sea, practicar sexo a montones y encima cobrar por ello.

 

A los veintidós años ingresó a una universidad particular para estudiar contabilidad. En aquella casa de estudios, varias de sus compañeras conocieron sus formidables embates amatorios. En la cama era un atleta sexual y un amante completo, pues combinaba la agilidad de un acróbata, la resistencia de un maratonista, la imaginación de un novelista y la potencia de un burro.  Gastaba gran parte de sus ingresos en comprar condones y, por ello, sus amigos de tendencia comunista se referían a él como el Camarada Jebe.   

 

Con el paso de los años, Juan Samanez Pantaleón se tituló de contador público y tuvo su familia, aunque luego de unos años se divorció. Trabajó durante buen tiempo en una empresa industrial, hasta que ésta cerró. Luego se dedicó a ejercer su profesión en forma independiente, principalmente en el campo de la auditoría tributaria y, gracias a un colega, en el año 1996 entró a laborar como docente en la Universidad Nacional del Callao, primero como docente contratado y luego como docente nombrado.

 

El ingreso a la Universidad fue la llegada a un ambiente nuevo e impactante para él. El trato diario con todas aquellas jóvenes alumnas lo deslumbró. Aunque ya hombre maduro, mantenía incólume su formidable erotismo. Muchas veces, mientras dictaba sus cursos de Tributos, pasó angustias en el salón de clases, procurando que el alumnado no percibiese su erección. En innumerables ocasiones, ante la cercanía de alguna alumna especialmente atractiva, no soportó la urgencia sexual y salió raudamente de la Universidad aprovechando las horas en que no tenía clases, para buscar a las prostitutas del cercano jirón Colón, a unas pocas cuadras. Allí se hizo amigo de varias de aquellas mujeres. Una de ellas, Yesenia, hembra de amplias caderas y rostro delicado, se convirtió en su favorita.

 

Juancito visitaba constantemente a aquella mujer, en ocasiones hasta dos veces en una misma semana, aprovechando las horas no lectivas. Luego de aliviar su necesidad de carne femenina, volvía a la Universidad y a la Facultad. Sin embargo, la exuberante Yesenia no tardó en notar que no le convenía cobrarle a Juancito una determinada tarifa por media hora, como hacía con sus demás clientes. Los otros parroquianos, varones de potencia ordinaria, solamente llegaban a dar uno o dos disparos en aquella media hora. Pero Juancito, poderoso semental, se mandaba cuatro polvos en ese mismo tiempo. Por eso Yesenia, a Juancito y solamente a Juancito, decidió cobrarle una cantidad fija por cada disparo.   

 

Todo ser humano tiene detractores, y el principal adversario de Juancito en la Facultad era el profesor Cavalier. Este acostumbraba hacer comentarios jocosos:

 

-        Juancito es peligrosísimo. Donde pone el ojo pone el mazo.

-        Todo lo que come Juancito se convierte en semen.

-   Si Darwin hubiese conocido a Juancito, habría dicho que el hombre no desciende del mono, sino del burro.

 

Y en verdad Cavalier no exageraba. Juan Samanez Pantaleón, llamado Juancito era, probablemente, uno de los hombres con más apetito sexual en toda la historia del Perú.

 

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Eran los inicios de un nuevo año en la Facultad, y se había convocado al tradicional concurso de Miss Cachimba. Uno de los integrantes del Jurado era Juancito.

 El certamen se llevó a cabo en el auditorio de la Facultad. Las chicas subían al estrado ataviadas con toda suerte de abalorios y adminículos. Juancito miraba a las muchachas con ojos de águila, pero siempre imperturbable, mostrando una serenidad y una templanza que estaba lejos de sentir. Inconforme, sentía que no le bastaba la vista para hacer su selección. En verdad, él hubiera querido tocar, palpar, pellizcar y acariciar para tener mayores elementos de juicio en su papel de Jurado.

Entonces subió al escenario una chica de Oxapampa, la tierra de los descendientes de los alemanes. Ciertamente, era una joven de físico impresionante. Sus curvas desafiaban toda circunspección, y su sonrisa hacía recordar a Marilyn Monroe. La perfección hecha mujer. Una obra de arte de la naturaleza. Apenas la vio, Juancito sintió un ataque de taquicardia. En su mente febril, imaginó toda una sinfonía de placeres inefables, inconmensurables e indescriptibles. Se vio a sí mismo disfrutando de aquella beldad de piel nacarada y sonrisa cautivadora, visitando planetas, estrellas, constelaciones y galaxias. Ninguna medida, ningún envase, ningún recipiente sería capaz de contener todo el placer que, a su juicio, podría proporcionar aquella hembra de construcción perfecta.

Pero todo aquel desvarío mental acarreaba, inevitablemente, un correlato físico. Como nunca antes, Juancito experimentó un feroz endurecimiento de su miembro viril. La energía que se acumuló en su zona púbica casi igualó a la del volcán Krakatoa, al este de Java, antes de su famosa erupción. Entre sus piernas tuvo, en aquellos momentos, un verdadero reactor nuclear, como el que estalló en la central japonesa de Fukushima.

Alarmado por aquella violenta reacción de su cuerpo, Juancito tuvo que pensar cómo hacer para disimular. Decidió fingir que había sufrido una descompensación, para salir del auditorio que estaba abarrotado de docentes y alumnos. A fin de que nadie notase el formidable ariete que se erguía entre sus muslos y amenazaba con destrozar las costuras de sus pantalones, simuló que había experimentado un adormecimiento en una de sus piernas. Así, caminando con una falsa cojera, logró llegar hasta su auto que se encontraba estacionado muy cerca. De inmediato se fue a buscar a Yesenia, la complaciente prostituta, y pagó por adelantado el precio de cinco polvos.

Después tuvo que pagar la diferencia, porque en total se mandó siete.

 

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El doctor Lu Zulong, acupunturista de antepasados chinos, tenía su consultorio en el tercer piso de un vetusto edificio de la avenida Buenos Aires, en la zona antigua del Callao. Aquel día, cuando sonó el timbre de la puerta, se dispuso a abrir y se encontró con un hombre pequeño, de cabello escaso y entrecano, y con unos ojos que parecían ver más allá de lo evidente.

 

-        ¿El doctor Zulong? – preguntó el hombre.

-        Sí, caballero. Soy yo. Pase usted. Dígame en qué puedo ayudarlo.

Juancito, pues no era otro el visitante, entró, tomó asiento y le explicó detalladamente su problema de erección incontrolada, así como los bochornos sufridos por aquella causa y el forado financiero que tenía en sus bolsillos por todo el dinero que gastaba en prostitutas.

 -    Aquí lo ayudaremos. Pase a esa cabina, desvístase completamente y acuéstese en la camilla, boca arriba – indicó el doctor.

Juancito hizo todo lo indicado. Cuando ya estaba desnudo y acostado en la camilla, el doctor Zulong se acercó y le aplicó dos finísimas agujas en la frente. Luego aplicó dos más en el pecho.

 -    Ahora viene lo más importante –dijo–. Vamos a ralentizar los impulsos nerviosos que lo ponen a usted constantemente arrecho. Son diez agujas; cinco en cada testículo.

 Juancito soportó estoicamente en sus bolas los lancetazos de las diez agujas. “Es necesario”, pensó.

Luego de unos diez minutos notó que una agradable placidez iba invadiendo su cuerpo. Sintió, con alegría, que el tratamiento estaba produciendo efecto. Las imágenes sensuales fueron desapareciendo de su mente. Su zona genital, antes constantemente erizada y tensa, se fue relajando. El feroz deseo sexual menguaba e iba logrando el sosiego que tanto había anhelado. 

Se quedó dormido. Por primera vez en mucho tiempo, su sueño no fue de naturaleza erótica. Soñó que estaba sentado a las orillas de un plácido lago, y toda la paz del mundo le pertenecía. Había encontrado la tranquilidad. Aquel acupunturista chino era un genio. Todo fue bien durante los seis o siete minutos que duró el sueño de Juancito.

Sin embargo, de pronto despertó, sobresaltado. Había percibido un sutil aroma, un efluvio suave, una fragancia indiscutiblemente femenina. Era olor de mujer, y de mujer joven. Escuchó la voz dulce y sensual de una muchacha. No pudo evitar mirar por un resquicio del biombo que rodeaba su camilla.

Aquella joven era la ayudante del Dr. Zulong. Tenía la piel rosada y una nariz bellamente perfilada. Tendría unos veinte años, y su cabello naturalmente castaño enmarcaba un rostro de facciones delicadas. ¡Y su voz! Era música celestial en los oídos de Juancito. Se imaginó a sí mismo besando aquellos labios carnosos y estrechando aquella deliciosa cintura. De inmediato, su urgencia sexual regresó impetuosa e incontenible. La erección de su miembro se manifestó en forma desafiante, pétrea y marmórea. Toda su zona púbica se inflamó, ardiente como una tea. Las diez agujas se doblaron y saltaron de sus testículos. Su órgano genital se elevó, poderoso y altísimo, levantando la sábana de tal manera que parecía que en aquel oscuro consultorio se había instalado la carpa de un circo.    

Juancito se levantó de la camilla y arrancó de su frente y de su pecho las cuatro agujas que quedaban. Se vistió raudamente, luchando por aplacar su erección, salió del consultorio y se fue a buscar por enésima vez a Yesenia, la prostituta.

Aquel día Juancito tuvo que reconocer una vez más, y esta vez en forma definitiva, que todo su organismo estaba dominado por el deseo sexual y no podía hacer nada por evitarlo. Decidió dejar de luchar contra aquel frenesí de su cuerpo. Terminó por entender que, en buena cuenta, podía sentirse afortunado por aquella condición suya. ¿Acaso no era cierto que muchos hombres de su edad sufrían de disfunción eréctil? ¿Acaso no era cierto que muchos de sus contemporáneos habían perdido gran parte de su potencia sexual? En cambio él, pese a sus canas, mantenía su formidable vigor que le permitía llevar a una mujer hasta el paroxismo orgásmico. Como para darle alguna solemnidad a su resignación y a su aceptación de aquel preciado don que había recibido de la vida, visitó al mayor de sus hijos y le dijo:

 -        Cuando yo muera, es mi voluntad que incineren mis restos. No lo olvides.

-        De acuerdo, papá –contestó el muchacho–. Pero, ¿qué quieres que hagamos con tus cenizas? ¿Las guardaremos en una urna de vidrio, las esparciremos en tu pueblo natal o las echaremos al mar?

-        Nada de eso. Quiero que mis cenizas las guarden en un condón.        

 

lunes, 27 de noviembre de 2023

EVOCACIÓN DE ELÍ MARTÍN

 

Conocí a Elí Martín en el año 1988, aproximadamente, en el restaurante La Capilla, del Jirón Lampa, en el centro de Lima. El zambo Gustavo Armijos había organizado la presentación de un número especial de su revista de poesía La Tortuga Ecuestre, número destinado a difundir el poemario Elogio de los navegantes del poeta nacional Juan Ojeda, miembro de la tríada trágica que también conformaron Luis Hernández y Javier Heraud. Allí también conocí al poeta Víctor Bradio. Por cierto, ya ninguno de ellos respira. Elí, Gustavo y Víctor partieron, cual una nueva tríada, la de mis buenos amigos que ahora imaginan poemas cerca del Creador. Más todavía, el mismo restaurante La Capilla cerró sus puertas, para dar paso a una playa de estacionamiento. Así que esta es una evocación en todo el sentido de la palabra.

 

En aquel tiempo yo aún pertenecía a las filas de la Marina de Guerra. Eso me hacía sentir un poco inseguro respecto de mis afanes literarios, considerando que todos aquellos hombres tenían una vida literaria intensa. Gustavo Armijos, que había sido locutor deportivo en la radio, poseía una cultura inmensa, y podía hablar horas y horas sin aburrir. Todos ellos hablaban de poesía, y yo de narrativa. Pero aquella noche Elí Martín (era su verdadero nombre), fue conmigo muy amable y me dijo que mis escritos tenían alguna calidad y yo no tenía porqué sentirme disminuido. Fue la primera de las muchas veces que lo vi.

 

Elí veía la vida con alegría, con desenfado, y saboreaba todos los placeres, aun aquellos que la gente llama prohibidos. Pero esos placeres no condicionaban sus ideas. Él no consideraba adversaria a la gente común, ni llamaba despectivamente heterosexuales a quienes no compartíamos sus preferencias amatorias. No se vestía chillonamente, ni pretendía ser tratado con especial delicadeza. Por ello, era muy querido y respetado por sus amigos.

En el año 1995 publiqué el primer número de mi revista El Narrador. Allí incluí un poema suyo que desgraciadamente se me ha perdido. Debo reconocer, que siendo yo en aquella época mucho menos maduro que hoy, redacté para el final un resumen jocoso de datos sobre mi amigo, con ánimo un tanto burlón, estando seguro de que él no lo aprobaría antes de su envío a la imprenta:

“ElÍ Martín (Lima, 1961). Poeta de íntimos rincones, secretas aberturas y profundas rajaduras del alma. Tiene una sensibilidad exquisita. Se entristece cuando encuentra una flor marchita, y llora cuando ve un pájaro muerto. La energía de sus pasiones contenidas descarga en el papel millones de ansiosos electrones. Su más ferviente -y oculto- deseo, es que el mundo lo haga feliz”.

En forma para mí sorpresiva y entre carcajadas, Elí aprobó aquel resumen, y así fue publicado. Inclusive, compartimos la mesa cuando aquel primer número de El Narrador fue presentado en una sesión de los Viernes Literarios del poeta Juan Benavente.

 Recuerdo el título de un poema suyo: “Oscuros deleites”. Llegó a publicar un libro de poesía titulado “Poemas como lienzos”. También publicó algunos números de la revista “Verso & Collage”.

Aquí una muestra de su obra poética:

 

METAFÍSICA DEL BODEGÓN

 

Exhalando eximias veladuras
como atmósfera extasiándose
la pera roja enerva el deseo
& la magenta col se abre hasta el paroxismo
desflorándose

El misterio enajena el transparente mantel
con apetecibles botellas lilas
& el cesto expele sus encantos
con extraviadas berenjenas
como fresas lujuriosas

Exóticas vasijas se esfuman
hasta alcanzar la luz
que penetra por el mágico
umbral oscurecido.

 

En el Parque del Amor de Miraflores, un mosaico muestra el título de uno de sus más bellos poemas: “Es un azar no encontrarte”. Es un pequeño y justo homenaje para quien supo combinar como pocos la amistad y la literatura.

Elí Martín partió en el año 2001, a los cuarenta años. No importan la causa de su muerte ni la enfermedad que se lo llevó. Importa más el recuerdo de su calidez, su carácter risueño y su talento literario. Ahora está junto a Gustavo Armijos, Víctor Bradio, Ulises Valencia, Julio Chiroque y otros escritores peruanos que anhelaron y no lograron llegar al Parnaso, pero crearon mucha belleza y enriquecieron las vidas de quienes los conocimos. Allí llegaré en algún momento, para continuar nuestros debates literarios. Ellos hablando de poesía, y yo hablando de narrativa.

sábado, 15 de julio de 2023

EL AMOR EN TIEMPOS DE LAS NIIF

 

De los miles de estudiantes de contabilidad que conocí en mi labor docente ejercida en la Universidad Nacional del Callao, un caso muy especial fue el de Marisela. Fui su profesor de un curso en el que desarrollábamos las Normas Internacionales de Información Financiera, y fue una excelente alumna. 

Un día me enteré de que su padre era contador de profesión y de vocación. Tanto era el apego paterno a la contabilidad, que había bautizado a su primogénito -el hermano de Marisela- como Lucas Pastor, en homenaje al prohombre de la ciencia contable llamado Lucas Pacciolo. Pero la obsesión de aquella familia por la contabilidad había ido más allá. El abuelo paterno de Marisela había tratado durante años de construir una nueva teoría contable con base en un novedoso mecanismo que él había bautizado como la partida cuádruple. Al no lograr su cometido luego de interminables noches consagradas al tema, acabó por perder el juicio y un día lo vieron en un cruce de avenidas, ataviado con una gorra, una casaca verde y un bastón de madera, pretendiendo dirigir el tránsito. Así estuvo, como policía ad honorem, hasta que lo internaron en el hospital Larco Herrera, el más conocido nosocomio para orates de Lima.

Marisela era esbelta y de rasgos armoniosos. Su cabello larguísimo, ligeramente ondulado, y su sonrisa perfecta realzaban su belleza. Pero, lo que más agradaba en ella, era su voz. Un timbre cálido, gentil, optimista y educado la diferenciaba de la gran mayoría de sus compañeras. Durante el semestre en que fui su profesor, pude notar que ella se sentía fuertemente atraída por su compañero Alexander, joven apuesto y de ojos claros. En verdad, a mí la belleza masculina siempre me ha parecido peligrosa. Alguna vez leí unas declaraciones de una famosa artista europea, quien dijo “los hombres guapos me dan náuseas”.

El caso es que Marisela estaba enamorada de aquel compañero. Así me lo aseguraron algunos de sus condiscípulos. Pero también me contaron que el amigo Alexander era un mujeriego incorregible. En la Universidad había tenido cinco enamoradas, y sus amoríos eran tan efímeros como crueles. Abandonaba a las chicas sin ningún remordimiento. Luego iba en busca de su siguiente conquista, siempre respaldado por su innegable atractivo físico.

Pasaron los semestres, y Marisela fue nuevamente mi alumna, esta vez en el curso de Matemática Financiera. Su amor imposible Alexander se había rezagado un poco, pues había sido desaprobado en el curso de Contabilidad de Sociedades por el profesor Verrastiguel. Este profesor siempre mostraba un semblante triste pues había sufrido un trauma cuando, al acudir a un hospital del Seguro Social por un problema en la próstata, en forma repentina y brusca lo auscultó un urólogo africano.

Hasta que llegó el día. Una tarde, Marisela, radiante, me lo contó. Por fin había iniciado una relación con aquel efebo, tanto tiempo esperado, llamado Alexander.


-        O sea que se dieron el primer piquito -le dije, a modo de broma.

-        Bueno -vaciló ella-, la verdad es que fue un tanto excesivo.

-        ¿Acaso fue irrespetuoso?

-        Alexander es lindo. Esa mirada me derrite. Pero sus manos…

-        ¿Fue muy manolarga?

-        No sé si contárselo a usted…

-        Solamente te digo que nunca olvides que en una relación caprichosa y apresurada el varón obtiene placer, y la mujer solamente obtiene futuros sentimientos de culpa -recomendé yo, con toda la sabiduría de mis canas.

-        Es que, bueno, Alexander, en esta primera cita me trató como si tuviésemos un largo tiempo como pareja. Insistió en que fuésemos a un hostal de la avenida Faucett. No entiendo su premura. Parece como que tuviese prisa en lograr placer… como si el tiempo se le acabara.

-        Bueno, es que tal vez te ve como un activo…

-        ¿Cómo un activo? – se sorprendió ella.

-        Por supuesto. Recuerda lo que dice el Marco Conceptual de las NIIF sobre los activos: “Un activo es un recurso económico presente controlado por la entidad, proveniente de hechos pasados, que tiene el potencial de producir beneficios”. Dime, ¿él te controla?

-        Sí, y no puedo evitarlo.

-        ¿Sientes que tienes el potencial de producir beneficios para él?

-        Parece que él solamente quiere beneficios sexuales…

-        ¿Y tú piensas proporcionárselos?

-        ¡Siento que no podré negarme! ¿Qué hago?

 

Marisela se cubrió el rostro con las manos. Era el eterno dilema femenino. Ceder o no ceder ante los apetitos del macho. No era la primera vez que una alumna me confiaba un problema semejante. Pero era una decisión absolutamente personal y yo me abstuve de darle más consejos. Después de todo, ella tenía un padre y una madre a quienes acudir. Y a mí, Dios no me concedió ninguna hija.

Durante dos semanas no asistió a mis clases. Un día, al pasar por un aula que tenía la puerta entreabierta, la vi nuevamente, sentada en su carpeta y muy concentrada. Estaba asistiendo al curso de Tributos, y su profesor era el colega Juan Samanez Pantaleón, conocido por los demás docentes como Juancito. Este docente, corto de estatura pero parlanchín, movedizo, taimado y con una energía inagotable, se había ganado fama de falso y traicionero. Contaba con muchos detractores en la Facultad. Uno de ellos, el profesor Cavalier, siempre decía que Juancito era descendiente directo de Caín y de Judas.

 -        Juancito parece el resultado del cruce de una serpiente con una ardilla -añadía, en tono rencoroso.

Aunque de talante habitualmente serio, Cavalier a veces contaba algunas historias jocosas, indudablemente ficticias, pero igualmente divertidas. Explotando el hecho de que Juancito hacía alarde de una conducta piadosa y siempre mencionaba algún párrafo de la Biblia, un día me dijo lo siguiente:

-        Ahora Juancito se hace el beato, pero en su juventud arrasaba con todas las mujeres que encontraba. ¡Estaba obsesionado con el sexo! Cuando tenía doce años fue con una vecinita de once a un parque. Se sentaron en una banca y allí, luego de conversar horas y horas, se dieron un beso. ¡El primer beso de sus vidas! Entonces la chiquilla se emocionó y le dijo: “Juan, Juan; siento mariposas en el estómago. Dime, ¿tú también sientes mariposas?”. “Sí, yo también siento mariposas” reconoció Juan, “¿En el estómago?” insistió ella. Pero él contestó “No, en los huevos”.

 Aquellas historias que de vez en cuando inventaba Cavalier, eran un bálsamo que me permitía olvidar por un momento mis males físicos.

 Y nuevamente vi a Marisela una tarde. Ella hojeaba una revista de publicidad inmobiliaria, y estaba radiante. Era el amor, no cabía duda. De los detalles íntimos de su relación con Alexander ya no me habló. Solamente me aseguró que era muy feliz. Pero yo, que en verdad la apreciaba, no pude evitar expresarle mis dudas.


-        Me han dicho que tu Alexander ha tenido ya muchas enamoradas aquí en la Universidad. Por precaución, no entregues tu corazón por completo. No te conviertas en su esclava.

 Ella sonrió y repuso:

 -        Es cierto que él ha estado con varias chicas, pero hemos acordado que en nuestra relación emplearemos la aplicación prospectiva que indica la NIC 8.

 Yo me sorprendí un poco.

 -        Explícate, por favor. Dime cómo se puede aplicar a tu relación la NIC 8 Políticas contables, cambios en las estimaciones contables y errores.

-        Pues es sencillo. Es la aplicación prospectiva. El pasado se deja atrás. Solamente se mira hacia el futuro. ¡Desde aquí para adelante!

-        Comprendo, comprendo. Además, veo que estás mirando unos avisos sobre unos terrenos que están en venta. ¿Acaso estás pensando lo que yo sospecho?

 Se ruborizó ligeramente, pero no abandonó su sonrisa.

 -        ¿Por qué no soñar? Mis padres se casaron ante Dios y ante la ley. En todos sus años de casados no han tenido ninguna pelea importante, y yo aspiro a lograr lo mismo. Un matrimonio para toda la vida, en una casita pequeña pero hermosa. Alexander desea especializarse en auditoría. Yo quiero especializarme en tributos y, quizás, hacer una segunda carrera en Derecho. Para tener un hogar feliz, es preciso asegurar la economía y contar con un techo. Para eso, es necesario comenzar con un terreno bien situado.

Yo no pude ocultar mi escepticismo. Todo lo que había escuchado del tal Alexander me hacía dudar. Además, lo que recordaba de él cuando fue mi alumno junto con Marisela, era la imagen de un muchacho sumamente egoísta y desconsiderado, incapaz de sentir amor verdadero. Ni siquiera amistad verdadera.

 -        Espero que ese terreno con el que estás soñando no se deprecie.

 Ella se sorprendió un poco.

 -        Profesor, los terrenos no se deprecian.

-        ¿Ya te olvidaste? La NIC 16 Propiedad, planta y equipo dice que, por excepción, sí se pueden depreciar las minas, canteras y vertederos.

-        ¡Es verdad! Usted siempre será mi profesor…

-        Además, recuerda que depreciación y desvalorización no son lo mismo. Un vehículo del activo fijo se deprecia en función del tiempo y del uso. Pero si su vida útil disminuye por causa de un accidente, o su precio baja por causa de una importación masiva que satura el mercado con esos vehículos, esa pérdida de valor no se registra como depreciación sino como desvalorización. Eso lo regula la NIC 36 Deterioro del Valor de los Activos.

-        Usted, siempre pendiente de nuestra formación profesional. Pero tengo el convencimiento de que mi relación con Alexander no se depreciará ni se desvalorizará. Mil gracias.

Se alejó, segura de su amor y esperanzada en su futuro. Pero yo, que de augur no tengo ni un cabello, albergaba malos presentimientos para aquella hermosa muchacha. 

Por aquellos días, se produjo la votación para elegir al nuevo Rector. En aquel tiempo, la Asamblea Universitaria era la que tenía esa prerrogativa. Aún no se instauraba el voto universal de docentes y alumnos. Candidateaba el colega contador público Carlos Furtado, que había sido decano de nuestra Facultad. El inefable Juancito era miembro de la Asamblea, y le había asegurado al profesor Furtado que contaba con todo su apoyo y, por supuesto, con su voto. Cavalier juraba que había visto a Juancito adulando a Furtado y brindando con él anticipadamente por la victoria en el proceso electoral. 

-        ¡Créeme, alzaron sus vasos y, para brindar, cruzaron sus brazos como Ben – Hur con el romano Messala! Furtado no debería confiar en él. Juancito está habituado a traicionar sin remordimientos. 

Inicialmente, Furtado era el favorito. Pero algunos días antes de la votación, la tendencia varió y el ingeniero Mora, el otro candidato, pasó a liderar las preferencias.  Conforme se acercaba el día decisivo, su ventaja se amplió. Llegado el momento, Juancito no quiso honrar su palabra y prefirió jugar a ganador. Votó por el candidato Mora, el adversario. Cuando este ingeniero asumió el Rectorado, designó a Juancito como asesor tributario de la Universidad, con un buen pago mensual. 

Un día le pregunté a Juancito cómo había podido faltar a su palabra y traicionar a Furtado que, además de ser nuestro colega y amigo, había sido su profesor. Él se encogió de hombros y dijo: 

-        Factores crematísticos…

El semestre y el año llegaban a su fin. Marisela asistía normalmente a mis clases, pero yo la notaba triste. Había desaparecido en ella la lozanía que da la felicidad. Rehuía mi conversación. Yo no tenía ninguna duda de lo que estaba aconteciendo en su existencia. Y llegó el día en que me cercioré del fracaso de su proyecto de vida, pero con un detalle adicional que yo no esperaba. Fue cuando las clases y los exámenes habían culminado y yo fui a la Universidad a ingresar en el sistema las calificaciones de mis alumnos. La encontré sentada en una carpeta individual, en uno de los jardines del recinto universitario. Miraba las plantas con actitud distraída, como quien ha perdido la fe en los seres humanos. Tenía en las manos un cuaderno de tapa azul que apretaba inconscientemente.

 -        Usted estaba en lo cierto, profesor – dijo, con voz quebrada.

Yo hubiese querido mil veces estar tan equivocado como el que dijo que la Tierra es plana. 

-        Alexander te abandonó, ¿verdad?

-        No es solamente el hecho de que terminó conmigo. Lo que no puedo soportar es la forma, el motivo, la razón… ¡es una vergüenza que me mata! 

Le hablé con mucha suavidad. Tenía que ser cariñoso, pero al mismo tiempo respetuoso. 

-        Está bien. Cuéntame esa razón, esa forma que mencionas. 

Y entonces me lo dijo todo. Luego de un largo proceso de reflexión, Alexander había decidido aceptarse como homosexual, y hacerlo saber a todo el mundo. Ella ya había sospechado que algo no andaba bien porque, al finalizar sus encuentros íntimos, él siempre se mostraba colérico e insatisfecho, cuando lo normal hubiese sido que se mostrase tierno y agradecido. 

Yo quedé sorprendido. Hechos como ése siempre sorprenden. 

-        ¿Estás segura de todo eso? ¿No será acaso una cruel estratagema para deshacerse de ti?

-        No lo es. Su vecina, que es mi amiga, me contó que el padre de Alexander lo ha echado de la casa. Él se ha ido a vivir a Ica, con un tío solterón que es hermano único de su madre. Lo ha abandonado todo, inclusive a mí. Y además ha reconocido su condición en todas las redes sociales. También ha publicado un aviso que, cuando lo leí, casi me provocó un desmayo. 

Cogió su teléfono celular y me mostró el aviso del muchacho que durante varios meses ella había idolatrado. En verdad era impactante y me causó desasosiego. Después de todo, yo conocía a Alexander, e imaginé el drama que estaría viviendo. Decía así: “Joven bien parecido de veintidós años, recientemente auto reconocido como pasivo, busca joven activo para entregarle su patrimonio”. 

Entonces Marisela no soportó más y se echó a llorar. Sus lágrimas caían de su rostro al tablero de la carpeta, humedecían las hojas de su cuaderno y de allí caían al pasto. Entonces, como nunca me había ocurrido en todos mis años de labor docente, deseé con toda el alma ser un hombre de veinticinco años. Un hombre de verdad y no un anciano enfermo. Un hombre que la pudiese amar, cuidar y adorar, como merece toda mujer. Porque, como decían los antiguos caballeros germanos, en toda mujer existe un soplo de la divinidad. Porque ellas son la más bella creación de Dios y nos dan la vida con el sufrimiento de sus cuerpos. Porque ellas son más hermosas que las flores, más frescas que el rocío de la mañana y más suaves que el más fino vellón. Porque, y entonces tuve que reconocerlo, Marisela era para mí la personificación de ese concepto, tan antiguo como la humanidad, llamado amor imposible. 

El verano comenzaba. Ella aprovechó aquellos meses de vacaciones para hacer todos los trámites necesarios, y se trasladó a otra Universidad. Borró sus cuentas en las redes sociales, y desapareció de mi vista. 

Nunca volví a ver a Marisela.