martes, 10 de diciembre de 2024

LA PEINADORA

 

Como casi todos los hombres, yo tuve algunas novias que recuerdo con afecto. Es el devenir de la existencia. Son muy pocos los que tienen la fortuna de conocer a su primer amor y formar con esa persona un hogar para toda la vida, sin sufrir ni causar desengaños, abandonos ni traiciones. Alguna vez leí que el verdadero negocio de la vida es coleccionar buenos recuerdos. Yo nunca me atrevería a refutar ese razonamiento.

Una de esas novias se llamaba Mariza, era cosmetóloga y vivía en Comas. En la casa de sus padres, situada en el pueblo joven Año Nuevo, había acondicionado un salón de belleza. Muchas veces fui a su casa y me senté en un sillón de su local, viéndola trabajar. Recuerdo que su madre me miraba con desconfianza.

-    En esta casa somos pobres, pero honrados – me repetía por lo menos cinco veces en cada visita mía.

Esta relación se dio entre los años 85 y 88. Eran tiempos muy difíciles para todos los peruanos. Aún más difíciles que ahora. Eran los tiempos del terrorismo demente y homicida. Todavía recuerdo una noche en que Mariza y yo caminábamos cogidos de la mano por la plaza Grau de Lima.  De pronto, todas las luces se apagaron. Era un apagón, uno más de tantos, producido por la voladura de algunas torres de transmisión eléctrica. Un auto Volkswagen estalló cerca de nosotros y comenzó a arder. Escuchamos las expresiones de temor de unos policías que rastrillaban sus metralletas.

 -    ¿Oíste? – me dijo ella - . ¡Tienen miedo!

-    Claro que lo tienen, como cualquier ser humano – repuse yo -. Saben que en cualquier momento pueden ser asesinados. Los terroristas acostumbran matar policías, para llevarse sus armas. 

Como yo siempre he tenido el hábito de colocar sobrenombres, rótulos y marbetes, cuando contaba mis vivencias a mis camaradas de la Marina, me refería a ella como la Peinadora.

Mariza era de Huancavelica. Le gustaba usar vestidos, lo cual me encantaba. Muy pocas veces la vi usar pantalones. Era de tez rosada y no muy alta. Tenía modales suaves y habla reposada. Pero toda esa parsimonia y esa templanza se iban cuando estábamos en la intimidad. Yo tenía veinticinco años y, a esa edad, el amor tiene mucho de físico y poco de espiritual. En todo caso, con ella me sentía completo. Era una pareja total. Nada me faltaba.

Sin embargo, ella anhelaba un hogar para toda la vida. Deseaba casarse, y yo no podía darle esa dicha, pues estaba separado de mi primera esposa. No había obtenido el divorcio de mi primer matrimonio. Es más, No le conté mi situación legal. Solamente le daba evasivas cada vez que ella tocaba el tema.

Por otro lado, yo pertenecía a la Marina de Guerra, con todas las obligaciones que ello supone, y más aún en aquellos espantosos años del terror. Eran frecuentes las órdenes de inamovilidad. Cada vez que había un atentado, a todos los buques y dependencias llegaba el temido mensaje naval que decía SUFOE. Significaba “Suspendidos los francos ordinarios y extraordinarios”. En términos sencillos, significaba más o menos “nadie sale franco. Todos encerrados, esperando órdenes”.

Así las cosas, el tiempo pasaba, y yo no le daba el hogar que ella quería. Y, claro, no falta un rival, un tigre, un intruso que comenzó a rondarla y enamorarla. Era un mecánico de su vecindario que le hablaba pestes de mí. Le decía que era una ingenua por perder su tiempo con un marinero mentiroso. Y tanto va el cántaro al agua, que terminó por convencerla. Ella dejó de acudir a nuestras citas. Perdí todo contacto con Mariza. En aquel tiempo la gente no disponía de mensajes electrónicos ni redes sociales. Hasta el teléfono fijo era un lujo.

No pasaron ni tres meses cuando me enteré de que se había casado. Por civil   y por religioso. En aquellos días deseé no estar vivo. No podía soportar el tormento de los celos y, peor aún, los remordimientos por no haber hecho mejor las cosas. Imaginarla en la intimidad con aquel mecánico superaba mi resistencia emocional.

Supe que se había casado en la Iglesia de Santo Domingo. Y, la verdad, los hombres muchas veces nos solazamos con nuestro dolor. Echamos sal a nuestras heridas, como queriendo flagelarnos y castigarnos. Yo lo hacía evocando y entonando esa antigua canción titulada La Novia, del cantante chileno Antonio Prieto:

 

BLANCA Y RADIANTE VA LA NOVIA

LE SIGUE ATRÁS UN NOVIO AMANTE

Y QUE AL UNIR SUS CORAZONES

HARÁN MORIR

MIS ILUSIONES

 

ANTE EL ALTAR ESTÁ LLORANDO

TODOS DIRÁN QUE DE ALEGRÍA

DENTRO SU ALMA ESTÁ GRITANDO

AVE MARÍA

 

MENTIRÁ TAMBIÉN

AL DECIR QUE SÍ

Y AL BESAR LA CRUZ

PEDIRÁ PERDÓN

 

Y YO SÉ QUE

OLVIDAR NUNCA PODRÍA

QUE ERA YO AQUÉL

A QUIEN QUERÍA

 

Y ocurrió lo inesperado. Dos meses después de su boda, ella se apareció en mi casa, diciéndome que había cometido el error de su vida al casarse apresuradamente. Algunos días antes, había abandonado el pequeño departamento que había estado ocupando con mi rival, y regresado a la casa de sus padres. Seguía trabajando en su salón de belleza. Aún recuerdo aquella tarde de nuestro reencuentro. Tuvimos una intimidad desesperada, con lágrimas de parte de los dos.

-        No estoy preparada para vivir sin ti – me aseguró.

Yo me sentía pleno con ella, y no quería perderla. Entre nosotros había lo que alguna vez leí en la novela La Dama de las Camelias, de Alejandro Dumas hijo. Era afinidad de fluidos, compenetración total de dos seres.

Seguimos viéndonos durante algún tiempo. Pero entonces cometí un error. Para explicarle el por qué no me había casado con ella antes de que diese ese paso precipitado de su boda con el mecánico, le conté por fin sobre mi situación legal. Fue un enorme desatino.

A ella le irritó saber, no solamente de mi prolongada mentira, sino también que, al estar ambos casados legalmente, nuestro futuro como pareja era absolutamente incierto. Otra vez, dejó de acudir a nuestras citas.

Fui nuevamente a la casa de sus padres, con la esperanza de convencerla una vez más. Pero me encontré con una dura realidad. La fachada del local había sido pintada con otro color. Había otro letrero, y otra cosmetóloga. Mi amor ya no estaba allí. Cuando pregunté a su madre, me dijo con tono de reproche y mal disimulada satisfacción, que Mariza ya había vuelto a vivir con su esposo.

Así perdí a la Peinadora. Porque la vida es cruel y brutal.



viernes, 23 de agosto de 2024

LIBRO CONTABILIDAD BÁSICA II

 

Estimados amigos; me complace comunicarles que ya está en el mercado la versión actualizada de mi libro Contabilidad Básica II, edición 2024, concordante con el PCGE 2019 y con las NIIF vigentes. Pese a mi salud seriamente resquebrajada, he podido completar esta labor. Siempre contando con la confianza de Editorial San Marcos.

En esta oportunidad, he tenido la ayuda de mi buena amiga la CPC Carla Susana Hernández Tarazona, quien fue mi alumna en la Universidad Nacional del Callao y es una de las contadoras más capaces que he conocido. Ella tuvo a su cargo el capítulo correspondiente al PDT PLAME.

No puedo dejar de rendir homenaje al recientemente desaparecido empresario y escritor Aníbal Jesús Paredes Galván, fundador de Editorial San Marcos. Hombres como él son fundamentales, pues crean bienes y servicios que mejoran nuestras vidas. Pero no aparecen fácilmente en nuestro Perú, por la malhadada costumbre de muchos compatriotas, de criticar, envidiar y sabotear a quien ha logrado algo importante. Odian sin razón a todo empresario. Así somos.

Hasta otra oportunidad, si el Creador lo permite.



miércoles, 7 de febrero de 2024

UN HOMBRE Y DOS CAMINOS

 

No tengo ningún reparo en decir que el profesor Walter Huerto Nicanor, de la Facultad de Ciencias Contables de la Universidad Nacional del Callao, siempre fue mi compañero más leal en ese centro de estudios. Sin dobleces ni resentimientos, mi tocayo Huerto siempre mostró empatía y humanidad. Con una salud envidiable y enamorado de su trabajo, Walter Huerto irradiaba optimismo.

A diferencia de todos los demás docentes de su generación en la Facultad, Huerto era un solterón empedernido, y su persistencia en mantenerse alejado del registro civil era motivo de algunas chanzas. Yo mismo, en alguna oportunidad, lo embromé amistosamente:

 

-        Tocayo, como usted ya tiene sus años y no se casa, la gente está hablando tonterías…

-        ¿Qué están hablando?

-        Están diciendo que usted patea con los dos pies…

 

Él se desternilló de risa, afable como siempre. Insistiendo, le hablé de una cosmetóloga de mi vecindario, llamada Magdalena, esbelta mujer de unos treinta y cinco años, que tenía su local rotulado Glamour a pocos metros de mi domicilio y hacía tiempo estaba a la caza de un novio que llenase sus expectativas. Era originaria de Salas, el pueblecito norteño conocido por ser cuna de brujos. Ella misma era hija de un chamán.

 

-        Tocayo, esa cosmetóloga de Salas le curaría a usted su misoginia de un solo plumazo. Con un par de tragos de Chamico, un amarre y un baño de florecimiento con agua de las Huaringas, usted caminaría descalzo y sobre vidrio molido por ella…

 Y mi tocayo Huerto solamente se reía, seguro de su completa inmunidad frente a ese hermoso sentimiento llamado amor, que como bien definió un inspirado autor, es un algo sin nombre que obsesiona a un hombre por una mujer.

Pero en el pasado de mi tocayo Walter Huerto había una historia triste que poca gente conocía. En su adolescencia, en su natal Chiclayo, había tenido una enamorada que era su alma gemela. Una linda muchacha de ojos almendrados y nariz respingada, llamada Alicia. Eran una pareja casi perfecta, pero un absurdo accidente ocurrido en el mar de Pimentel se había llevado a su amor en la primavera de la vida. Aquella tragedia lo había marcado indeleblemente. Por eso, ninguna mujer llenaba sus expectativas, y se resistía a formar un hogar. Hasta que un día… 

Mi tocayito Huerto era curioso. Eso lo motivó para entrar un día a la plataforma de Internet llamada Tinder, que sirve para buscar pareja. Abrió su cuenta, y a los pocos días recibió una notificación sobre una mujer que deseaba contactar con él. Decía que se llamaba Ana, vivía en la ciudad de Trujillo y tenía veinticuatro años. También adjuntaba una fotografía de medio cuerpo. 

Fue amor instantáneo. Apenas vio aquella fotografía de Ana, vestida con una blusa celeste que resaltaba sus formas, mi tocayito Huerto quedó prendado. Era como si Alicia hubiese vuelto de algún lejano y solitario páramo, para continuar su historia de amor. Para terminar con la voluntaria soledad de mi amigo. Aquellos ojos almendrados, aquella sonrisa grácil, todo era de Alicia.

Le escribió frenéticamente y, durante varios meses, intercambiaron mensajes. Mi tocayito la había bautizado como “chinita trujillana”. Y estaba enamorado. Completamente enamorado. Aunque jamás en su vida había escrito poesía, lo hizo para ella:

 

Sólo le pido a Dios

un lugar bajo el sol

para ti y para mí.

 

También le escribió:

 

                    Ningún espectáculo

                    es tan hermoso

               como tu sonrisa.

 

Ella le contaba sobre sus estudios de enfermería. Ante la insistencia de mi tocayito para un encuentro personal, ella le prometió viajar a Lima, en donde tenía familia, tan pronto como culminase su semestre académico. Él se frotó las manos. Ya imaginaba tener entre sus brazos a su chinita trujillana.

Planificó cuidadosamente el encuentro, para que todo fuese perfecto. Escogió un lugar solitario, frente al mar. Una playa discreta, lo cual era enteramente factible por la estación invernal que se avecinaba. Allí, pensaba él, vería aparecer, como saliendo de las olas, a aquella muchacha que había partido hacía tantos años, dejándolo desconsolado. Y es que, para él, ella era Alicia. Era el amor perdido que volvía por una piadosa jugada del destino.

Mi tocayo Huerto siempre fue muy reservado con sus asuntos personales. Pero, emocionado con aquel regalo de la vida, no había podido evitar comentar el asunto con un amigo chiclayano como él, ingeniero de sistemas y contemporáneo suyo, que había conocido a Alicia. No le ocultó nada, deseoso de compartir aquella inesperada felicidad.

Ya solamente faltaban dos días para la fecha del anhelado encuentro, cuando el amigo chiclayano le envió un mensaje urgente, informándole lo que había encontrado en sus indagaciones. La persona con la cual el tocayito Huerto había tenido correspondencia durante todos aquellos meses, de la cual se había enamorado perdidamente y para quien había escrito poesía por primera vez en su vida, no era una delicada chinita trujillana, sino un fornido zambo chinchano. Era un degenerado que contaba con varias denuncias policiales. Había citado a varios hombres solitarios y luego los había atacado, valiéndose de su poderosa contextura física. El asunto es que, por un pelo, mi tocayo Walter Huerto se libró de un destino cruel.

Durante varias semanas, mi tocayito quedó en un estado de shock. Aquella decepción había revivido todo el dolor sufrido en su adolescencia. Era como haber perdido a Alicia por segunda vez. Perdió el interés por las cosas.  Un profundo estado de depresión lo abrumó. Pero eso fue solamente el inicio de algo mucho peor.

Y, una noche, apareció un sueño incomprensible. En ese sueño, mi tocayito Huerto estaba en una inmensa explanada, sentado en un pequeño taburete. Ante él desfilaban, danzando, innumerables guerreros africanos musculosos, potentes y totalmente desnudos, excepto por algunas plumas que adornaban sus apretadas cabelleras. Cada guerrero que pasaba meneaba su órgano viril en la aterrada cara de mi tocayito.

Luego de que cada africano sacudía su enorme huaraca ante los desorbitados ojos de mi tocayo Huerto, éste quedaba miope, boquiabierto y espantado. Y ese sueño, que más bien era una pesadilla, se repetía noche tras noche, trayendo el desasosiego a su vida.

Debo reconocer que mi tocayo Huerto me honró con su confianza al relatarme todos estos dramáticos sucesos. Hondamente preocupado, acudió a los médicos. Se sometió a toda clase de exámenes y análisis clínicos. Radiografías, tomografías y una resonancia magnética. Inclusive consultó con algunos siquiatras. Por fin, un día en que yo lo acompañé, un neurólogo le dio el diagnóstico:

 -        Señor Huerto, está usted en una situación de extremo peligro. Seguramente usted tiene conocimiento de que existen enfermedades que antes de instalarse definitivamente en el cuerpo humano, envían señales previas de alerta. Así, existen la prediabetes, la prehipertensión y las úlceras precancerosas…

-        Sí, doctor. Eso lo conozco. Por favor, continúe usted – repuso mi tocayito, ya angustiado.

-        La situación en la que usted se encuentra se denomina prehomosexualidad. En su cerebro ha aparecido un grupo de neuronas homosexuales que están multiplicándose aceleradamente.

-        ¿Y qué debo hacer? – preguntó mi tocayo Huerto, con un hilo de voz.  

-        Luchar. Usted tiene que potenciar sus neuronas heterosexuales.  Con urgencia, usted tiene que enamorarse de una mujer y formar una pareja estable con ella. Es absolutamente imperativo que haga lo que le digo, y pronto. Porque si usted no hace nada, si usted no lucha…

 -        ¿Qué me podría pasar, doctor?

 -        Pues entonces las neuronas homosexuales invadirán todo su cerebro y             usted se entregará al primer zambo que se le cruce en la calle.

Al escuchar estas últimas palabras del neurólogo, mi tocayo Walter Huerto sufrió un desvanecimiento. ¡Casualidad de la vida! En ese momento, el primer profesional que corrió a asistirlo fue un médico residente que era afroperuano. Cuando mi tocayo abrió los ojos y recuperó vagamente la conciencia, vio a aquel hombre moreno inclinado sobre él y, luego de proferir un grito, volvió a desmayarse.

Mi tocayo Huerto tardó más de una hora en reponerse completamente. Pero cuando lo hizo, mostró una actitud decidida. Yo nunca antes lo había visto tan resuelto.

-        Tocayo -me dijo-, vamos de inmediato a tu vecindario. Tienes que presentarme hoy mismo a esa cosmetóloga Magdalena.

Yo no estaba tan seguro de que aquella fuese la mejor opción.

 -        Tocayito -repuse-, recuerde usted que ella es medio bruja. No por nada es hija de un brujo malero. Parece que todos sus familiares se dedican a esas actividades. Además, me he enterado de que ha tenido un pretendiente mototaxista que es un verdadero rufián y que hasta ahora no se resigna al rechazo de ella. Siempre está merodeando por los alrededores. Ese sujeto podría causarle problemas a usted.

-        No importa nada de eso -aseguró-. Tú cumple con llevarme donde ella y presentármela.

 Accedí, y comprendí que no le faltaba razón a mi tocayo Walter Huerto. Solamente había dos caminos ante él, y no tenía ninguna duda. Decidió que era mil veces preferible elegir el primer camino y ser adorador sumiso de la inquietante Magdalena.

 El otro camino era ser empujado por aquella patología neurológica a caer completamente rendido en los poderosos brazos de algún zambo.   

martes, 2 de enero de 2024

UN ENFERMO DE PRIAPISMO

 

Aún recuerdo el día en que, por primera vez y en un pasadizo de la Facultad de Ciencias Contables, hablé con el profesor Juan Samanez Pantaleón. Yo aún no sabía que todos los colegas lo llamaban Juancito.  Tampoco sabía de su fama de falso y traicionero. Solamente había escuchado algo respecto de su obsesión por el sexo. Pero su conversación era muy amena. Enseñaba cursos de Tributos, y todo lo veía materia imponible, impuestos, tasas, contribuciones, deducibles y otros conceptos por el estilo. Pequeño de estatura, pero con una mirada que parecía atravesar las paredes y una energía inagotable, Juancito podía ser muy locuaz e ingenioso.

 

Pero entonces, dos atractivas secretarias de pronunciados bustos y generosas caderas pasaron riendo, con dirección a otra Facultad. Tenían puestas unas blusas diminutas y sus curvas proclamaban vida a los cuatro vientos. Entonces Juancito perdió la noción de las cosas y las miró disimuladamente. Toda su piel se erizó ante la cercanía de aquella carne joven, lozana y rozagante. Yo lo miré de reojo y pude notar su turbación.

.

“Es cierto lo que me dijeron” – pensé – “Este hombre es un volcán de erotismo”.

 

Con el transcurso de las semanas, pude enterarme de que Juancito sufría de una variante de priapismo, enfermedad que en el lenguaje popular recibe el nombre de garrotillo. Un persistente endurecimiento de su órgano viril lo atormentaba. Juancito no podía sentir una presencia femenina y joven cercana sin sufrir una férrea e indomable erección. En una Facultad con la mayoría de su alumnado compuesta por mujeres, aquello representaba un serio problema. En verdad, su comportamiento siempre fue correcto, pues mantenía una conducta respetuosa con todas las alumnas, pero aquella continencia le costaba mucho más que a todos los demás docentes. La causa era aquel horno que tenía entre las piernas.

 

Juancito nació en Reque, un pequeño pueblo de la norteña región de Lambayeque. Desde pequeño fue muy sensual, y al llegar a la adolescencia se desató en él un furor erótico que nunca mermaba. Espiaba a todas las muchachas de su pueblo y tenía sueños húmedos con todas ellas. Sus amigos mayores, que notaron pronto aquella permanente excitación suya, lo embromaron diciéndole que seguramente se debía a un hecho muy puntual de su infancia.

 

-        Cuando eras un bebé tus padres no tenían ninguna vaca, y por eso te alimentaron únicamente con leche de burra.

 

En aquel pueblo olvidado, de rígidas normas ancestrales, no tenía oportunidades para desfogar aquella energía viril que lo desbordaba. En una oportunidad conversó con un viajero que había vivido varios años en Lima, la ciudad capital del país. Aquel hombre le contó innumerables historias de la vida en Lima. Pero lo que más interesó al joven Juan Samanez Pantaleón fue saber que en Lima había lugares en los cuales un hombre podía pagar y escoger una mujer para hacerla totalmente suya durante una hora o más. Aquello enardeció aún más a Juancito. Casi no podía pensar en otra cosa que en un cuerpo desnudo de mujer.   

 

Cuando tenía diecisiete años se escapó de la casa de sus padres para viajar a Lima. Viajó escondido en un camión que transportaba verduras. Ansiaba conocer la capital, pero en verdad su principal motivación para irse a Lima no era estudiar ni trabajar. Lo que él anhelaba era visitar y conocer La Nené, La Salvaje, El Botecito y El Trocadero, los más reputados prostíbulos de la ciudad.

 

Durante mucho tiempo, Juancito fue un fiel parroquiano de aquellos burdeles. Trabajó primero como obrero y luego como vendedor. Las ideas comunistas germinaron en su pensamiento y se ilusionaba con el amor libre que predicaban algunos supuestos pensadores. También soñaba con dedicarse a la actuación. Pero él no anhelaba ser actor cómico ni actor dramático. Él soñaba con ser un gran actor porno. O sea, practicar sexo a montones y encima cobrar por ello.

 

A los veintidós años ingresó a una universidad particular para estudiar contabilidad. En aquella casa de estudios, varias de sus compañeras conocieron sus formidables embates amatorios. En la cama era un atleta sexual y un amante completo, pues combinaba la agilidad de un acróbata, la resistencia de un maratonista, la imaginación de un novelista y la potencia de un burro.  Gastaba gran parte de sus ingresos en comprar condones y, por ello, sus amigos de tendencia comunista se referían a él como el Camarada Jebe.   

 

Con el paso de los años, Juan Samanez Pantaleón se tituló de contador público y tuvo su familia, aunque luego de unos años se divorció. Trabajó durante buen tiempo en una empresa industrial, hasta que ésta cerró. Luego se dedicó a ejercer su profesión en forma independiente, principalmente en el campo de la auditoría tributaria y, gracias a un colega, en el año 1996 entró a laborar como docente en la Universidad Nacional del Callao, primero como docente contratado y luego como docente nombrado.

 

El ingreso a la Universidad fue la llegada a un ambiente nuevo e impactante para él. El trato diario con todas aquellas jóvenes alumnas lo deslumbró. Aunque ya hombre maduro, mantenía incólume su formidable erotismo. Muchas veces, mientras dictaba sus cursos de Tributos, pasó angustias en el salón de clases, procurando que el alumnado no percibiese su erección. En innumerables ocasiones, ante la cercanía de alguna alumna especialmente atractiva, no soportó la urgencia sexual y salió raudamente de la Universidad aprovechando las horas en que no tenía clases, para buscar a las prostitutas del cercano jirón Colón, a unas pocas cuadras. Allí se hizo amigo de varias de aquellas mujeres. Una de ellas, Yesenia, hembra de amplias caderas y rostro delicado, se convirtió en su favorita.

 

Juancito visitaba constantemente a aquella mujer, en ocasiones hasta dos veces en una misma semana, aprovechando las horas no lectivas. Luego de aliviar su necesidad de carne femenina, volvía a la Universidad y a la Facultad. Sin embargo, la exuberante Yesenia no tardó en notar que no le convenía cobrarle a Juancito una determinada tarifa por media hora, como hacía con sus demás clientes. Los otros parroquianos, varones de potencia ordinaria, solamente llegaban a dar uno o dos disparos en aquella media hora. Pero Juancito, poderoso semental, se mandaba cuatro polvos en ese mismo tiempo. Por eso Yesenia, a Juancito y solamente a Juancito, decidió cobrarle una cantidad fija por cada disparo.   

 

Todo ser humano tiene detractores, y el principal adversario de Juancito en la Facultad era el profesor Cavalier. Este acostumbraba hacer comentarios jocosos:

 

-        Juancito es peligrosísimo. Donde pone el ojo pone el mazo.

-        Todo lo que come Juancito se convierte en semen.

-   Si Darwin hubiese conocido a Juancito, habría dicho que el hombre no desciende del mono, sino del burro.

 

Y en verdad Cavalier no exageraba. Juan Samanez Pantaleón, llamado Juancito era, probablemente, uno de los hombres con más apetito sexual en toda la historia del Perú.

 

-------------------------

 

Eran los inicios de un nuevo año en la Facultad, y se había convocado al tradicional concurso de Miss Cachimba. Uno de los integrantes del Jurado era Juancito.

 El certamen se llevó a cabo en el auditorio de la Facultad. Las chicas subían al estrado ataviadas con toda suerte de abalorios y adminículos. Juancito miraba a las muchachas con ojos de águila, pero siempre imperturbable, mostrando una serenidad y una templanza que estaba lejos de sentir. Inconforme, sentía que no le bastaba la vista para hacer su selección. En verdad, él hubiera querido tocar, palpar, pellizcar y acariciar para tener mayores elementos de juicio en su papel de Jurado.

Entonces subió al escenario una chica de Oxapampa, la tierra de los descendientes de los alemanes. Ciertamente, era una joven de físico impresionante. Sus curvas desafiaban toda circunspección, y su sonrisa hacía recordar a Marilyn Monroe. La perfección hecha mujer. Una obra de arte de la naturaleza. Apenas la vio, Juancito sintió un ataque de taquicardia. En su mente febril, imaginó toda una sinfonía de placeres inefables, inconmensurables e indescriptibles. Se vio a sí mismo disfrutando de aquella beldad de piel nacarada y sonrisa cautivadora, visitando planetas, estrellas, constelaciones y galaxias. Ninguna medida, ningún envase, ningún recipiente sería capaz de contener todo el placer que, a su juicio, podría proporcionar aquella hembra de construcción perfecta.

Pero todo aquel desvarío mental acarreaba, inevitablemente, un correlato físico. Como nunca antes, Juancito experimentó un feroz endurecimiento de su miembro viril. La energía que se acumuló en su zona púbica casi igualó a la del volcán Krakatoa, al este de Java, antes de su famosa erupción. Entre sus piernas tuvo, en aquellos momentos, un verdadero reactor nuclear, como el que estalló en la central japonesa de Fukushima.

Alarmado por aquella violenta reacción de su cuerpo, Juancito tuvo que pensar cómo hacer para disimular. Decidió fingir que había sufrido una descompensación, para salir del auditorio que estaba abarrotado de docentes y alumnos. A fin de que nadie notase el formidable ariete que se erguía entre sus muslos y amenazaba con destrozar las costuras de sus pantalones, simuló que había experimentado un adormecimiento en una de sus piernas. Así, caminando con una falsa cojera, logró llegar hasta su auto que se encontraba estacionado muy cerca. De inmediato se fue a buscar a Yesenia, la complaciente prostituta, y pagó por adelantado el precio de cinco polvos.

Después tuvo que pagar la diferencia, porque en total se mandó siete.

 

-------------------------

  

El doctor Lu Zulong, acupunturista de antepasados chinos, tenía su consultorio en el tercer piso de un vetusto edificio de la avenida Buenos Aires, en la zona antigua del Callao. Aquel día, cuando sonó el timbre de la puerta, se dispuso a abrir y se encontró con un hombre pequeño, de cabello escaso y entrecano, y con unos ojos que parecían ver más allá de lo evidente.

 

-        ¿El doctor Zulong? – preguntó el hombre.

-        Sí, caballero. Soy yo. Pase usted. Dígame en qué puedo ayudarlo.

Juancito, pues no era otro el visitante, entró, tomó asiento y le explicó detalladamente su problema de erección incontrolada, así como los bochornos sufridos por aquella causa y el forado financiero que tenía en sus bolsillos por todo el dinero que gastaba en prostitutas.

 -    Aquí lo ayudaremos. Pase a esa cabina, desvístase completamente y acuéstese en la camilla, boca arriba – indicó el doctor.

Juancito hizo todo lo indicado. Cuando ya estaba desnudo y acostado en la camilla, el doctor Zulong se acercó y le aplicó dos finísimas agujas en la frente. Luego aplicó dos más en el pecho.

 -    Ahora viene lo más importante –dijo–. Vamos a ralentizar los impulsos nerviosos que lo ponen a usted constantemente arrecho. Son diez agujas; cinco en cada testículo.

 Juancito soportó estoicamente en sus bolas los lancetazos de las diez agujas. “Es necesario”, pensó.

Luego de unos diez minutos notó que una agradable placidez iba invadiendo su cuerpo. Sintió, con alegría, que el tratamiento estaba produciendo efecto. Las imágenes sensuales fueron desapareciendo de su mente. Su zona genital, antes constantemente erizada y tensa, se fue relajando. El feroz deseo sexual menguaba e iba logrando el sosiego que tanto había anhelado. 

Se quedó dormido. Por primera vez en mucho tiempo, su sueño no fue de naturaleza erótica. Soñó que estaba sentado a las orillas de un plácido lago, y toda la paz del mundo le pertenecía. Había encontrado la tranquilidad. Aquel acupunturista chino era un genio. Todo fue bien durante los seis o siete minutos que duró el sueño de Juancito.

Sin embargo, de pronto despertó, sobresaltado. Había percibido un sutil aroma, un efluvio suave, una fragancia indiscutiblemente femenina. Era olor de mujer, y de mujer joven. Escuchó la voz dulce y sensual de una muchacha. No pudo evitar mirar por un resquicio del biombo que rodeaba su camilla.

Aquella joven era la ayudante del Dr. Zulong. Tenía la piel rosada y una nariz bellamente perfilada. Tendría unos veinte años, y su cabello naturalmente castaño enmarcaba un rostro de facciones delicadas. ¡Y su voz! Era música celestial en los oídos de Juancito. Se imaginó a sí mismo besando aquellos labios carnosos y estrechando aquella deliciosa cintura. De inmediato, su urgencia sexual regresó impetuosa e incontenible. La erección de su miembro se manifestó en forma desafiante, pétrea y marmórea. Toda su zona púbica se inflamó, ardiente como una tea. Las diez agujas se doblaron y saltaron de sus testículos. Su órgano genital se elevó, poderoso y altísimo, levantando la sábana de tal manera que parecía que en aquel oscuro consultorio se había instalado la carpa de un circo.    

Juancito se levantó de la camilla y arrancó de su frente y de su pecho las cuatro agujas que quedaban. Se vistió raudamente, luchando por aplacar su erección, salió del consultorio y se fue a buscar por enésima vez a Yesenia, la prostituta.

Aquel día Juancito tuvo que reconocer una vez más, y esta vez en forma definitiva, que todo su organismo estaba dominado por el deseo sexual y no podía hacer nada por evitarlo. Decidió dejar de luchar contra aquel frenesí de su cuerpo. Terminó por entender que, en buena cuenta, podía sentirse afortunado por aquella condición suya. ¿Acaso no era cierto que muchos hombres de su edad sufrían de disfunción eréctil? ¿Acaso no era cierto que muchos de sus contemporáneos habían perdido gran parte de su potencia sexual? En cambio él, pese a sus canas, mantenía su formidable vigor que le permitía llevar a una mujer hasta el paroxismo orgásmico. Como para darle alguna solemnidad a su resignación y a su aceptación de aquel preciado don que había recibido de la vida, visitó al mayor de sus hijos y le dijo:

 -        Cuando yo muera, es mi voluntad que incineren mis restos. No lo olvides.

-        De acuerdo, papá –contestó el muchacho–. Pero, ¿qué quieres que hagamos con tus cenizas? ¿Las guardaremos en una urna de vidrio, las esparciremos en tu pueblo natal o las echaremos al mar?

-        Nada de eso. Quiero que mis cenizas sean guardadas en un condón.