Aún recuerdo el día en que, por primera
vez y en un pasadizo de la Facultad de Ciencias Contables, hablé con el
profesor Juan Samanez Pantaleón. Yo aún no sabía que todos los colegas lo llamaban
Juancito. Tampoco sabía de su fama de
falso y traicionero. Solamente había escuchado algo respecto de su obsesión por
el sexo. Pero su conversación era muy amena. Enseñaba cursos de Tributos, y
todo lo veía materia imponible, impuestos, tasas, contribuciones, deducibles y
otros conceptos por el estilo. Pequeño de estatura, pero con una mirada que parecía
atravesar las paredes y una energía inagotable, Juancito podía ser muy locuaz e
ingenioso.
Pero entonces, dos atractivas secretarias
de pronunciados bustos y generosas caderas pasaron riendo, con dirección a otra
Facultad. Tenían puestas unas blusas diminutas y sus curvas proclamaban vida a
los cuatro vientos. Entonces Juancito perdió la noción de las cosas y las miró disimuladamente.
Toda su piel se erizó ante la cercanía de aquella carne joven, lozana y rozagante.
Yo lo miré de reojo y pude notar su turbación.
.
“Es cierto lo que me dijeron” – pensé – “Este
hombre es un volcán de erotismo”.
Con el transcurso de las semanas, pude
enterarme de que Juancito sufría de una variante de priapismo, enfermedad que en
el lenguaje popular recibe el nombre de garrotillo. Un persistente endurecimiento
de su órgano viril lo atormentaba. Juancito no podía sentir una presencia
femenina y joven cercana sin sufrir una férrea e indomable erección. En una Facultad
con la mayoría de su alumnado compuesta por mujeres, aquello representaba un
serio problema. En verdad, su comportamiento siempre fue correcto, pues mantenía
una conducta respetuosa con todas las alumnas, pero aquella continencia le costaba
mucho más que a todos los demás docentes. La causa era aquel horno que tenía entre
las piernas.
Juancito nació en Reque, un pequeño pueblo
de la norteña región de Lambayeque. Desde pequeño fue muy sensual, y al llegar
a la adolescencia se desató en él un furor erótico que nunca mermaba. Espiaba a
todas las muchachas de su pueblo y tenía sueños húmedos con todas ellas. Sus
amigos mayores, que notaron pronto aquella permanente excitación suya, lo embromaron
diciéndole que seguramente se debía a un hecho muy puntual de su infancia.
-
Cuando eras un bebé tus padres no tenían
ninguna vaca, y por eso te alimentaron únicamente con leche de burra.
En aquel pueblo olvidado, de rígidas
normas ancestrales, no tenía oportunidades para desfogar aquella energía viril que
lo desbordaba. En una oportunidad conversó con un viajero que había vivido varios
años en Lima, la ciudad capital del país. Aquel hombre le contó innumerables
historias de la vida en Lima. Pero lo que más interesó al joven Juan Samanez Pantaleón
fue saber que en Lima había lugares en los cuales un hombre podía pagar y
escoger una mujer para hacerla totalmente suya durante una hora o más. Aquello
enardeció aún más a Juancito. Casi no podía pensar en otra cosa que en un
cuerpo desnudo de mujer.
Cuando tenía diecisiete años se escapó de
la casa de sus padres para viajar a Lima. Viajó escondido en un camión que
transportaba verduras. Ansiaba conocer la capital, pero en verdad su principal
motivación para irse a Lima no era estudiar ni trabajar. Lo que él anhelaba era
visitar y conocer La Nené, La Salvaje, El Botecito y El Trocadero, los más reputados
prostíbulos de la ciudad.
Durante mucho tiempo, Juancito fue un
fiel parroquiano de aquellos burdeles. Trabajó primero como obrero y luego como
vendedor. Las ideas comunistas germinaron en su pensamiento y se ilusionaba con
el amor libre que predicaban algunos supuestos pensadores. También soñaba con
dedicarse a la actuación. Pero él no anhelaba ser actor cómico ni actor
dramático. Él soñaba con ser un gran actor porno. O sea, practicar sexo a montones
y encima cobrar por ello.
A los veintidós años ingresó a una universidad
particular para estudiar contabilidad. En aquella casa de estudios, varias de sus
compañeras conocieron sus formidables embates amatorios. En la cama era un atleta
sexual y un amante completo, pues combinaba la agilidad de un acróbata, la resistencia
de un maratonista, la imaginación de un novelista y la potencia de un
burro. Gastaba gran parte de sus
ingresos en comprar condones y, por ello, sus amigos de tendencia comunista se
referían a él como el Camarada Jebe.
Con el paso de los años, Juan Samanez
Pantaleón se tituló de contador público y tuvo su familia, aunque luego de unos
años se divorció. Trabajó durante buen tiempo en una empresa industrial, hasta
que ésta cerró. Luego se dedicó a ejercer su profesión en forma independiente,
principalmente en el campo de la auditoría tributaria y, gracias a un colega, en
el año 1996 entró a laborar como docente en la Universidad Nacional del Callao,
primero como docente contratado y luego como docente nombrado.
El ingreso a la Universidad fue la llegada
a un ambiente nuevo e impactante para él. El trato diario con todas aquellas jóvenes
alumnas lo deslumbró. Aunque ya hombre maduro, mantenía incólume su formidable erotismo.
Muchas veces, mientras dictaba sus cursos de Tributos, pasó angustias en el salón
de clases, procurando que el alumnado no percibiese su erección. En
innumerables ocasiones, ante la cercanía de alguna alumna especialmente atractiva,
no soportó la urgencia sexual y salió raudamente de la Universidad aprovechando
las horas en que no tenía clases, para buscar a las prostitutas del cercano jirón
Colón, a unas pocas cuadras. Allí se hizo amigo de varias de aquellas mujeres.
Una de ellas, Yesenia, hembra de amplias caderas y rostro delicado, se
convirtió en su favorita.
Juancito visitaba constantemente
a aquella mujer, en ocasiones hasta dos veces en una misma semana, aprovechando
las horas no lectivas. Luego de aliviar su necesidad de carne femenina, volvía
a la Universidad y a la Facultad. Sin embargo, la exuberante Yesenia no tardó
en notar que no le convenía cobrarle a Juancito una determinada tarifa por
media hora, como hacía con sus demás clientes. Los otros parroquianos, varones de
potencia ordinaria, solamente llegaban a dar uno o dos disparos en aquella
media hora. Pero Juancito, poderoso semental, se mandaba cuatro polvos en ese
mismo tiempo. Por eso Yesenia, a Juancito y solamente a Juancito, decidió cobrarle
una cantidad fija por cada disparo.
Todo ser humano tiene detractores, y el
principal adversario de Juancito en la Facultad era el profesor Cavalier. Este acostumbraba
hacer comentarios jocosos:
-
Juancito es peligrosísimo. Donde pone el ojo
pone el mazo.
-
Todo lo que come Juancito se convierte en
semen.
- Si Darwin hubiese conocido a Juancito, habría
dicho que el hombre no desciende del mono, sino del burro.
Y en verdad Cavalier no exageraba. Juan
Samanez Pantaleón, llamado Juancito era, probablemente, uno de los hombres con más
apetito sexual en toda la historia del Perú.
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Eran los inicios de un nuevo año en la
Facultad, y se había convocado al tradicional concurso de Miss Cachimba. Uno de
los integrantes del Jurado era Juancito.
Entonces subió al escenario una chica de Oxapampa, la tierra de los descendientes de los alemanes. Ciertamente, era una joven de físico impresionante. Sus curvas desafiaban toda circunspección, y su sonrisa hacía recordar a Marilyn Monroe. La perfección hecha mujer. Una obra de arte de la naturaleza. Apenas la vio, Juancito sintió un ataque de taquicardia. En su mente febril, imaginó toda una sinfonía de placeres inefables, inconmensurables e indescriptibles. Se vio a sí mismo disfrutando de aquella beldad de piel nacarada y sonrisa cautivadora, visitando planetas, estrellas, constelaciones y galaxias. Ninguna medida, ningún envase, ningún recipiente sería capaz de contener todo el placer que, a su juicio, podría proporcionar aquella hembra de construcción perfecta.
Pero todo aquel desvarío mental acarreaba, inevitablemente, un correlato físico. Como nunca antes, Juancito experimentó un feroz endurecimiento de su miembro viril. La energía que se acumuló en su zona púbica casi igualó a la del volcán Krakatoa, al este de Java, antes de su famosa erupción. Entre sus piernas tuvo, en aquellos momentos, un verdadero reactor nuclear, como el que estalló en la central japonesa de Fukushima.
Alarmado por aquella violenta reacción de su cuerpo, Juancito tuvo que pensar cómo hacer para disimular. Decidió fingir que había sufrido una descompensación, para salir del auditorio que estaba abarrotado de docentes y alumnos. A fin de que nadie notase el formidable ariete que se erguía entre sus muslos y amenazaba con destrozar las costuras de sus pantalones, simuló que había experimentado un adormecimiento en una de sus piernas. Así, caminando con una falsa cojera, logró llegar hasta su auto que se encontraba estacionado muy cerca. De inmediato se fue a buscar a Yesenia, la complaciente prostituta, y pagó por adelantado el precio de cinco polvos.
Después tuvo que pagar la diferencia, porque en total se mandó siete.
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El doctor Lu Zulong, acupunturista de antepasados
chinos, tenía su consultorio en el tercer piso de un vetusto edificio de la avenida
Buenos Aires, en la zona antigua del Callao. Aquel día, cuando sonó el timbre
de la puerta, se dispuso a abrir y se encontró con un hombre pequeño, de
cabello escaso y entrecano, y con unos ojos que parecían ver más allá de lo evidente.
-
¿El doctor Zulong? – preguntó el hombre.
-
Sí, caballero. Soy yo. Pase usted. Dígame en
qué puedo ayudarlo.
Juancito, pues no era otro el visitante, entró, tomó asiento y le explicó detalladamente su problema de erección incontrolada, así como los bochornos sufridos por aquella causa y el forado financiero que tenía en sus bolsillos por todo el dinero que gastaba en prostitutas.
Juancito hizo todo lo indicado. Cuando ya estaba desnudo y acostado en la camilla, el doctor Zulong se acercó y le aplicó dos finísimas agujas en la frente. Luego aplicó dos más en el pecho.
Juancito soportó estoicamente en sus bolas los lancetazos de las diez agujas. “Es necesario”, pensó.
Luego de unos diez minutos notó que una agradable placidez iba invadiendo su cuerpo. Sintió, con alegría, que el tratamiento estaba produciendo efecto. Las imágenes sensuales fueron desapareciendo de su mente. Su zona genital, antes constantemente erizada y tensa, se fue relajando. El feroz deseo sexual menguaba e iba logrando el sosiego que tanto había anhelado.
Se quedó dormido. Por primera vez en mucho tiempo, su sueño no fue de naturaleza erótica. Soñó que estaba sentado a las orillas de un plácido lago, y toda la paz del mundo le pertenecía. Había encontrado la tranquilidad. Aquel acupunturista chino era un genio. Todo fue bien durante los seis o siete minutos que duró el sueño de Juancito.
Sin embargo, de pronto despertó, sobresaltado. Había percibido un sutil aroma, un efluvio suave, una fragancia indiscutiblemente femenina. Era olor de mujer, y de mujer joven. Escuchó la voz dulce y sensual de una muchacha. No pudo evitar mirar por un resquicio del biombo que rodeaba su camilla.
Aquella joven era la ayudante del Dr. Zulong. Tenía la piel rosada y una nariz bellamente perfilada. Tendría unos veinte años, y su cabello naturalmente castaño enmarcaba un rostro de facciones delicadas. ¡Y su voz! Era música celestial en los oídos de Juancito. Se imaginó a sí mismo besando aquellos labios carnosos y estrechando aquella deliciosa cintura. De inmediato, su urgencia sexual regresó impetuosa e incontenible. La erección de su miembro se manifestó en forma desafiante, pétrea y marmórea. Toda su zona púbica se inflamó, ardiente como una tea. Las diez agujas se doblaron y saltaron de sus testículos. Su órgano genital se elevó, poderoso y altísimo, levantando la sábana de tal manera que parecía que en aquel oscuro consultorio se había instalado la carpa de un circo.
Juancito se levantó de la camilla y arrancó de su frente y de su pecho las cuatro agujas que quedaban. Se vistió raudamente, luchando por aplacar su erección, salió del consultorio y se fue a buscar por enésima vez a Yesenia, la prostituta.
Aquel día Juancito tuvo que reconocer una vez más, y esta vez en forma definitiva, que todo su organismo estaba dominado por el deseo sexual y no podía hacer nada por evitarlo. Decidió dejar de luchar contra aquel frenesí de su cuerpo. Terminó por entender que, en buena cuenta, podía sentirse afortunado por aquella condición suya. ¿Acaso no era cierto que muchos hombres de su edad sufrían de disfunción eréctil? ¿Acaso no era cierto que muchos de sus contemporáneos habían perdido gran parte de su potencia sexual? En cambio él, pese a sus canas, mantenía su formidable vigor que le permitía llevar a una mujer hasta el paroxismo orgásmico. Como para darle alguna solemnidad a su resignación y a su aceptación de aquel preciado don que había recibido de la vida, visitó al mayor de sus hijos y le dijo:
-
De acuerdo, papá –contestó el muchacho–. Pero,
¿qué quieres que hagamos con tus cenizas? ¿Las guardaremos en una urna de vidrio,
las esparciremos en tu pueblo natal o las echaremos al mar?
-
Nada de eso. Quiero que mis cenizas las guarden
en un condón.
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