No tengo ningún reparo en decir que el profesor Walter Huerto Nicanor, de la Facultad de Ciencias Contables de la Universidad Nacional del Callao, siempre fue mi compañero más leal en ese centro de estudios. Sin dobleces ni resentimientos, mi tocayo Huerto siempre mostró empatía y humanidad. Con una salud envidiable y enamorado de su trabajo, Walter Huerto irradiaba optimismo.
A diferencia de todos los demás docentes de su generación en la Facultad, Huerto era un solterón empedernido, y su persistencia en mantenerse alejado del registro civil era motivo de algunas chanzas. Yo mismo, en alguna oportunidad, lo embromé amistosamente:
-
Tocayo, como usted ya
tiene sus años y no se casa, la gente está hablando tonterías…
-
¿Qué están hablando?
-
Están diciendo que
usted patea con los dos pies…
Él
se desternilló de risa, afable como siempre. Insistiendo, le hablé de una cosmetóloga
de mi vecindario, llamada Magdalena, esbelta mujer de unos treinta y cinco años,
que tenía su local rotulado Glamour a pocos metros de mi domicilio y hacía
tiempo estaba a la caza de un novio que llenase sus expectativas. Era originaria
de Salas, el pueblecito norteño conocido por ser cuna de brujos. Ella misma era
hija de un chamán.
-
Tocayo, esa cosmetóloga
de Salas le curaría a usted su misoginia de un solo plumazo. Con un par de
tragos de Chamico, un amarre y un baño de florecimiento con agua de las Huaringas,
usted caminaría descalzo y sobre vidrio molido por ella…
Pero en el pasado de mi tocayo Walter Huerto había una historia triste que poca gente conocía. En su adolescencia, en su natal Chiclayo, había tenido una enamorada que era su alma gemela. Una linda muchacha de ojos almendrados y nariz respingada, llamada Alicia. Eran una pareja casi perfecta, pero un absurdo accidente ocurrido en el mar de Pimentel se había llevado a su amor en la primavera de la vida. Aquella tragedia lo había marcado indeleblemente. Por eso, ninguna mujer llenaba sus expectativas, y se resistía a formar un hogar. Hasta que un día…
Mi tocayito Huerto era curioso. Eso lo motivó para entrar un día a la plataforma de Internet llamada Tinder, que sirve para buscar pareja. Abrió su cuenta, y a los pocos días recibió una notificación sobre una mujer que deseaba contactar con él. Decía que se llamaba Ana, vivía en la ciudad de Trujillo y tenía veinticuatro años. También adjuntaba una fotografía de medio cuerpo.
Fue amor instantáneo. Apenas vio aquella fotografía de Ana, vestida con una blusa celeste que resaltaba sus formas, mi tocayito Huerto quedó prendado. Era como si Alicia hubiese vuelto de algún lejano y solitario páramo, para continuar su historia de amor. Para terminar con la voluntaria soledad de mi amigo. Aquellos ojos almendrados, aquella sonrisa grácil, todo era de Alicia.
Le
escribió frenéticamente y, durante varios meses, intercambiaron mensajes. Mi tocayito
la había bautizado como “chinita trujillana”. Y estaba enamorado. Completamente
enamorado. Aunque jamás en su vida había escrito poesía, lo hizo para ella:
Sólo le pido a Dios
un lugar bajo el sol
para ti y para mí.
También
le escribió:
Ningún espectáculo
es tan hermoso
como tu sonrisa.
Ella le contaba sobre
sus estudios de enfermería. Ante la insistencia de mi tocayito para un
encuentro personal, ella le prometió viajar a Lima, en donde tenía familia, tan
pronto como culminase su semestre académico. Él se frotó las manos. Ya imaginaba
tener entre sus brazos a su chinita trujillana.
Planificó cuidadosamente el encuentro, para que todo fuese perfecto. Escogió un lugar solitario, frente al mar. Una playa discreta, lo cual era enteramente factible por la estación invernal que se avecinaba. Allí, pensaba él, vería aparecer, como saliendo de las olas, a aquella muchacha que había partido hacía tantos años, dejándolo desconsolado. Y es que, para él, ella era Alicia. Era el amor perdido que volvía por una piadosa jugada del destino.
Mi tocayo Huerto siempre fue muy reservado con sus asuntos personales. Pero, emocionado con aquel regalo de la vida, no había podido evitar comentar el asunto con un amigo chiclayano como él, ingeniero de sistemas y contemporáneo suyo, que había conocido a Alicia. No le ocultó nada, deseoso de compartir aquella inesperada felicidad.
Ya
solamente faltaban dos días para la fecha del anhelado encuentro, cuando el
amigo chiclayano le envió un mensaje urgente, informándole lo que había
encontrado en sus indagaciones. La persona con la cual el tocayito Huerto había
tenido correspondencia durante todos aquellos meses, de la cual se había enamorado
perdidamente y para quien había escrito poesía por primera vez en su vida, no
era una delicada chinita trujillana, sino un fornido zambo chinchano. Era un
degenerado que contaba con varias denuncias policiales. Había citado a varios
hombres solitarios y luego los había atacado, valiéndose de su poderosa contextura
física. El asunto es que, por un pelo, mi tocayo Walter Huerto se libró de un
destino cruel.
Durante varias semanas, mi tocayito quedó en un estado de shock. Aquella decepción había revivido todo el dolor sufrido en su adolescencia. Era como haber perdido a Alicia por segunda vez. Perdió el interés por las cosas. Un profundo estado de depresión lo abrumó. Pero eso fue solamente el inicio de algo mucho peor.
Y, una noche, apareció un sueño incomprensible. En ese sueño, mi tocayito Huerto estaba en una inmensa explanada, sentado en un pequeño taburete. Ante él desfilaban, danzando, innumerables guerreros africanos musculosos, potentes y totalmente desnudos, excepto por algunas plumas que adornaban sus apretadas cabelleras. Cada guerrero que pasaba meneaba su órgano viril en la aterrada cara de mi tocayito.
Luego de que cada africano sacudía su enorme huaraca ante los desorbitados ojos de mi tocayo Huerto, éste quedaba miope, boquiabierto y espantado. Y ese sueño, que más bien era una pesadilla, se repetía noche tras noche, trayendo el desasosiego a su vida.
Debo reconocer que mi tocayo Huerto me honró con su confianza al relatarme todos estos dramáticos sucesos. Hondamente preocupado, acudió a los médicos. Se sometió a toda clase de exámenes y análisis clínicos. Radiografías, tomografías y una resonancia magnética. Inclusive consultó con algunos siquiatras. Por fin, un día en que yo lo acompañé, un neurólogo le dio el diagnóstico:
- Sí, doctor. Eso lo conozco. Por favor, continúe usted – repuso mi tocayito, ya angustiado.
- La situación en la que usted se encuentra se denomina prehomosexualidad. En su cerebro ha aparecido un grupo de neuronas homosexuales que están multiplicándose aceleradamente.
- ¿Y qué debo hacer? – preguntó mi tocayo Huerto, con un hilo de voz.
-
Luchar. Usted tiene
que potenciar sus neuronas heterosexuales. Con urgencia, usted tiene que enamorarse de
una mujer y formar una pareja estable con ella. Es absolutamente imperativo que
haga lo que le digo, y pronto. Porque si usted no hace nada, si usted no lucha…
Al escuchar estas últimas palabras del neurólogo, mi tocayo Walter Huerto sufrió un desvanecimiento. ¡Casualidad de la vida! En ese momento, el primer profesional que corrió a asistirlo fue un médico residente que era afroperuano. Cuando mi tocayo abrió los ojos y recuperó vagamente la conciencia, vio a aquel hombre moreno inclinado sobre él y, luego de proferir un grito, volvió a desmayarse.
Mi tocayo Huerto tardó más de una hora en reponerse completamente. Pero cuando lo hizo, mostró una actitud decidida. Yo nunca antes lo había visto tan resuelto.
-
Tocayo -me dijo-,
vamos de inmediato a tu vecindario. Tienes que presentarme hoy mismo a esa
cosmetóloga Magdalena.
Yo no estaba tan seguro de que aquella fuese la mejor opción.
-
No importa nada de
eso -aseguró-. Tú cumple con llevarme donde ella y presentármela.
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