martes, 24 de junio de 2025

INTERESES SOBRE MULTAS TRIBUTARIAS

 

Durante muchos años, el total de la deuda tributaria (tributos, multas e intereses) se actualizó aplicando una Tasa de Interés Moratorio (TIM) que SUNAT publicaba (hasta hoy la publica) mediante Resolución de Superintendencia.

Sin embargo, una modificación en el Código Tributario cambió las cosas a partir del año 2024. Las multas tributarias han sido sustraídas de este proceso, oiga usted.

Desde enero de ese año 2024, las multas tributarias se actualizan con el interés legal efectivo. Ya no se les aplica la Tasa de Interés Moratorio de SUNAT. Repito que es por la modificación del Código Tributario.

Caso práctico

El señor Juan Sánchez Panta, docente de la UNAC y fogoso contador de las empresas ANACONDA S.R.L. y EL BOTECITO S.A. recibe, en esta última entidad, una Resolución de Multa por S/ 13,500 impuesta por SUNAT, la cual debió ser pagada el 15 marzo 2024. Es cancelada mediante transferencia bancaria el 25 setiembre 2024.

En la web de la SBS (www.sbs.gob.pe), buscamos los factores acumulados respectivos del Interés Legal Efectivo. Como son factores que se han acumulado mediante la multiplicación sistemática de los factores  diarios que resultan de la radicación del factor anual de la TIPMN [(1+TIPMN)1/360 – 1], entonces, para extraer el factor de un tramo temporal específico, procedemos a dividir el valor final entre el valor inicial. Recuerde, mi querido Procopio, mi querida Telésfora, que la operación opuesta a la multiplicación es la división.

 

Factor acumulado Interés Legal Efectivo 25/09/2024     =  8.50617   =   1.015526281

Factor acumulado Interés Legal Efectivo 15/03/2024         8.37612

 

Es el factor específico para ese tramo temporal. Si le quitamos 1, nos quedamos con la tasa específica. Aplicando esa tasa específica al principal, tenemos el interés.

 13,500 × 0.015526281 =  260.79


64.53 Multas                                                  13,500.00
40.9 Otros costos administrativos e intereses                 13,500.00 
Reconocimiento de la multa.


64.51 Intereses                                               260.79 
40.9 Otros costos administrativos e intereses                 260.79 
Reconocimiento del gasto por intereses.

40.9 Otros costos administrativos e intereses 13,760.79 
10.41 Cuentas corrientes operativas                       13,760.79 
Pago de la multa y sus intereses.


El PCGE 2019, con un criterio cuestionable, ha enviado los intereses sobre deudas tributarias a la cuenta 64.51, sin tomar en cuenta que son gastos financieros, pues se vinculan con el valor del dinero en el tiempo. Ha eliminado la antigua cuenta 67.37 que era más apropiada. Así es la vida, oiga usted.

viernes, 16 de mayo de 2025

UN MALVADO APODADO KENYI

 

Muchos hombres falsos y traidores han pululado en este mundo, pero pocos como Luis Huallanca Vargas, apodado Kenyi, economista y profesor contratado en el Instituto Público “Argentina”. Aleccionado por un tío cínico y calculador, desde pequeño aprendió a ganar a costa de lo que fuese.

-        En este mundo hay dos clases de hombres: los idiotas y los listos. El idiota espera que le den lo que le corresponde. El listo no espera que le den, sino que toma todo lo que puede –le dijo muchas veces su tío.

El pequeño Luis creció con esa mentalidad. Los escrúpulos estaban de más en la vida de un hombre listo. En el juego de las cartas aprendió a recortar cuidadosamente los bordes de los naipes para obtener siempre la carta más alta. En el juego de las canicas, guardaba en su bolsillo un pedazo de lija que usaba para practicar disimuladamente pequeñísimas magulladuras en las canicas de sus amigos, para que no corrieran derecho. Para congraciarse con su padre y obtener mejores propinas, delataba constantemente a su único hermano, llamado Roberto, por haber hecho travesuras con los muebles de la casa.

Cuando tenía trece años, su padre prometió que compraría una bicicleta a quien obtuviese las mejores calificaciones a fin de año. Ambos hermanos estudiaban en la misma escuela, pero en grados diferentes, pues Roberto era mayor por un año. De los dos, Luis Huallanca era el menos dedicado al estudio, por lo cual el padre y la madre de ambos niños dieron por sentado que Roberto sería el ganador. Pero un día, en la escuela, cuando faltaban dos semanas para los exámenes finales, los cuadernos de las dos asignaturas más importantes desaparecieron de la mochila de Roberto. 

Nadie halló nunca los dos cuadernos. A Roberto le fue muy difícil estudiar con las fotocopias de los cuadernos de sus compañeros. Cuando entregaron las libretas de calificaciones, Luis Huallanca recibió la calificación más elevada. Pasó las fiestas de fin de año disfrutando con su bicicleta nueva, mientras su hermano contenía la ira. Éste nunca supo que uno de sus compañeros de aula había sido sobornado, monedas y golosinas de por medio, por Luis para robar los cuadernos. Luis Huallanca se iba formando así como un moderno Judas, un hombre sin bandera y sin escrúpulos, capaz de traicionar a cualquiera para ganar y absolutamente egoísta e indiferente ante el sufrimiento ajeno. Dispuesto a vender hasta a su propio hermano, ya no por un simple plato de lentejas, sino hasta por un tofi.

En ese mismo año, una tarde, una camioneta cargada con jaulas de plástico que contenían pollos vivos, volcó a pocos metros de su casa. Los vecinos corrieron a ayudar al chofer y a su ayudante, ambos seriamente heridos. En medio del tumulto, Luis Huallanca aprovechó para apoderarse de dos pollos y esconderlos en su casa. Su familia no pasaba apuros económicos y no era por necesidad que Luis Huallanca había cometido aquella reprobable acción. Simplemente, él entendía que toda oportunidad debía ser aprovechada, sin tomar en cuenta los sufrimientos ajenos.

Terminada su etapa escolar, estudió la carrera de economía en una Universidad particular. Luego de titularse y gracias a un amigo, entró a practicar en una dependencia del Instituto Nacional de Estadística e Informática, INEI. Eran doce practicantes, recibidos como tales por un período de cuatro meses, y los cinco mejores iban a obtener una plaza para contrato. Casi al final del período, Luis Huallanca estaba en el sexto lugar del cuadro de mérito. No llegaba a estar entre los cinco mejores. Pero no era hombre de detenerse ante nada. Buscó información de sus competidores, y logró averiguar que uno de ellos había pasado una noche detenido en una comisaría, acusado de golpear a su novia. Un sobre manila con un mensaje anónimo llegó un día al escritorio de la señora Azucena, su jefa directa, furibunda feminista, con una copia de la denuncia policial. Fue suficiente para que Luis Huallanca subiera al quinto lugar del cuadro de mérito y obtuviese el contrato.

Sin embargo, lo que todo empleado contratado del Estado anhela es la estabilidad laboral que otorga el nombramiento y Luis Huallanca decidió entonces que aquél debía ser su siguiente objetivo.  

Cada vez que había concurso para nombramiento, el jefe de personal del INEI desempeñaba una función muy importante, pues integraba la comisión que se encargaba de dicho proceso. En aquella época, la jefa de personal del INEI era la señorita Raquel Bermúdez, una mujer soltera de treinta y seis años. Su voz educada era grata al oído, pero no era físicamente atractiva. Muy delgada y con una prominente nariz, había interesado a muy pocos hombres en su existencia. Luego de un par de vagas ilusiones momentáneas, se había resignado a no tener un compañero para toda la vida. La suya era la triste historia de las mujeres que se quedan solas sin haberlo imaginado ni deseado. Pero una tarde, en la cafetería del inmueble, encontró a Luis Huallanca sentado en una mesa contigua, elegantemente vestido y con un libro en la mano. Lo conocía, pues lo había atendido en su oficina en algunas ocasiones, cuando él indagaba por los papeles de su contrato.

Luis Huallanca había averiguado que la señorita Raquel era natural de Andahuaylas, en el departamento de Apurímac. Por ello, astutamente, aquel día llevaba consigo el libro Los Ríos Profundos de José María Arguedas. Lo había leído en tres noches, quitándole horas al sueño. Para ello había tenido que beber más de seis tazas de café. Así premunido, logró interesarla hablándole de la obra del ilustre escritor andahuaylino. Le dijo que anhelaba visitar Andahuaylas y conocer la casa natal de Arguedas. La señorita Raquel quedó encantada.

-        La obra de Arguedas es de lectura obligatoria para todo peruano bien nacido –le dijo Luis Huallanca, poniendo énfasis en todas sus palabras.

-        Me alegro de verlo y escucharlo, señor Huallanca –dijo ella–. Es usted un hombre culto e interesante.   

-        No tanto como usted, señorita. ¿Me permitirá conversar nuevamente con usted, aunque sea por teléfono, o seré tan desdichado que no volveré a hablar con usted acerca de la cultura apurimeña? 

Aquella mujer había oído tan pocas frases melosas en su vida, que no supo qué contestar. Solamente atinó a sonreír y a darle lo que Luis Huallanca buscaba aquel día: su número de teléfono.

Luis Huallanca tenía su plan muy bien formado. En una semana leyó casi todos los demás relatos de Arguedas. Le interesó mucho el cuento Warma Kuyay (Amor de niño), por su tema romántico que se prestaba para sus fines de seducción. También se aprendió de memoria varias canciones apurimeñas. Comenzó a llamar a la señorita Raquel a menudo, por las noches. Luego de algunos meses, logró que ella aceptara salir con él a pasear. En una oportunidad, rasgando toscamente una guitarra, le cantó una canción regional muy conocida:

Ese río de Andahuaylas

casi casi me ha llevado

y una linda profesorita

en sus brazos me ha salvado

Con una amabilidad que no le costaba fingir, Luis Huallanca visitó en varias oportunidades a la señorita Raquel en su casa, llevando pequeños obsequios para ella y para su anciana madre. La señorita Raquel no pudo soportar durante mucho tiempo aquel asedio. Una tarde, en un restaurante de comida apurimeña, se dejó abrazar y besar por Luis Huallanca.

Siempre se ha dicho que, en la vida de toda mujer, hay solamente un hombre al cual ella entrega todas sus ilusiones. Cuando Luis Huallanca supo que la había conquistado, tomó todo de aquella mujer, y lo tomó con rudeza, sin ninguna ternura, sin emoción ni agradecimiento. Se comportó como quien avanza un paso más hacia la meta. Procedió como el zorro que, para sobrevivir, se resigna a comer desechos dejados por otros depredadores, mientras espera la oportunidad de cazar una presa más apetecible.   

La intimidad cerró el círculo e hizo a Raquel Bermúdez totalmente esclava de aquel hombre. Se desesperaba si él dejaba pasar un día sin llamarla. Le rogaba que tomase la guitarra y le cantase una canción. Luis Huallanca la complacía solamente lo necesario para mantener vigente la relación. No volvió a hablarle de visitar Andahuaylas. Tampoco le habló más de la obra de Arguedas. Solamente se dejaba querer por aquella mujer y esperaba el momento anhelado. De ella, lo único que en verdad le importaba era la ayuda que podría prestarle para lograr el nombramiento. La anhelada estabilidad laboral.

Ella le hablaba de formar un hogar y procrear un hijo. La señorita Raquel aún abrigaba la esperanza de ser madre, pese a su edad cronológica. Pero él le dijo que un empleado contratado de ninguna manera podía pensar en casarse. Necesitaba el nombramiento, para tener estabilidad laboral y poder asumir responsabilidades familiares. Así la presionó durante varios meses, hasta que por fin el gobierno autorizó el esperado concurso para nombramiento en el INEI.   

El concurso duró cuatro semanas. Fueron días de ansiedad para Luis Huallanca, y de febril actividad para la señorita Raquel. Ella no lo pasó muy bien, pues tuvo que transar y llegar a un acuerdo con el señor Mattos, jefe del INEI y el subjefe, señor Farías, los cuales también querían favorecer a sus propios allegados. Ella, que siempre se había conducido con absoluta imparcialidad, tuvo que negociar con aquellos altos burócratas para poder asegurar una plaza de nombramiento para Luis Huallanca. En la reunión tripartita que sostuvieron en privado, el señor Mattos se permitió un comentario malicioso:

-        Veo que por fin alguien logró convencerla de que no hay nada de malo en dar una pequeña ayuda a quien lo merece. Esa persona debe ser muy especial para usted...

El señor Farías, el subjefe, sonrió sin ningún reparo. La señorita Raquel, roja de vergüenza, no atinó a replicar.   

Cuando fue publicado el cuadro de mérito, con Luis Huallanca entre los ganadores de una plaza para nombramiento, la señorita Raquel suspiró, aliviada. Ella había cumplido su parte del trato, y no dudaba que Luis Huallanca cumpliría la suya. Se pasó varios días averiguando ofertas inmobiliarias. Necesitaría un nuevo departamento para su hogar. Luis Huallanca no disminuyó sus apremios hasta que por fin tuvo en sus manos una copia de aquel invalorable documento: la resolución jefatural que lo nombraba como empleado estable del INEI. Aquel día agasajó a la señorita Raquel como nunca antes. Comieron en un restaurante de primera, bailaron en una elegante discoteca, rieron hasta el hartazgo e hicieron el amor a lo grande, en un hotel caro. La señorita Raquel se sentía entre las nubes. Pero Luis Huallanca sabía que en verdad se estaba despidiendo de ella.

Fiel a su estilo, fue directo y cruel en su forma de abandonarla. Dos días después, por teléfono, le comunicó que su relación no daba para más. No dio explicaciones ni trató de suavizar la ruptura. Solamente le informó que la dejaba. Los ruegos y el llanto de aquella mujer no lo conmovieron en absoluto. Terminada la carne, el depredador abandonaba los huesos. Quince días después, Luis Huallanca comenzó a salir con una joven estudiante de economía que había conocido recientemente. Dos años después, se casó con ella.

Para mejorar sus ingresos mensuales, tres años después de su boda, gracias a unos amigos, entró a laborar en el Instituto Público Argentina, en el turno nocturno, como docente contratado. Allí las cosas eran diferentes. En el INEI era un funcionario nombrado, pero el Instituto Argentina dependía de la Dirección Regional de Educación de Lima, y ésta a su vez dependía del Ministerio de Educación. Era un ámbito laboral mucho más grande que en el INEI, y no tenía ninguna posibilidad de intrigar para lograr su nombramiento. Tuvo que resignarse a permanecer como docente contratado en el Instituto Argentina, rumiando su rencor y su fastidio. Sus repetidos fracasos en los concursos nacionales para nombramiento docente convocados por el gobierno aumentaron su malhumor. Cuando el gobierno dejó de anunciar aquellos concursos que daban la oportunidad de lograr el nombramiento, comenzó a detestar, no solamente a los demás economistas que en cada semestre concursaban por un contrato y competían con él, sino también a los docentes nombrados del Instituto. Empezó a alegrarse cuando un docente nombrado se jubilaba o fallecía, mucho más cuando se trataba de un economista. Para él, eso significaba más plazas para contrato y más posibilidades de seguir trabajando en el Instituto. Aquel trabajo nocturno le resultaba indispensable para completar sus ingresos.  

Solamente pensaba en sí mismo. No se conmovió en absoluto cuando se enteró de que Raquel Bermúdez, la mujer que lo había amado y ayudado tanto, había fallecido víctima de una afección cardiaca, probablemente agravada por la pena y la vergüenza de haber sido burlada por aquel canalla.

Así era Luis Huallanca, economista y docente contratado en el Instituto Argentina, y a quien los demás llamaban Kenyi. Un sujeto sin ninguna empatía con sus semejantes. Un verdadero chacal con forma humana. Un individuo que hubiese podido ser maestro de Judas Iscariote y del político francés Fouché, uno de los mayores traidores de la historia.

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Las cosas se complicaron para Kenyi en el año 2013. Los cambios en la currícula de estudios para institutos tecnológicos, dispuestos por el Ministerio de Educación, redujeron seriamente las asignaturas que podían ser dictadas por economistas, y el falso entre los falsos Luis Huallanca estuvo a un paso de no alcanzar una plaza de docente contratado. Los docentes nombrados tenían prioridad, y casi no quedaba ninguna asignatura para contrato. En esos días, más que nunca, odió a los cinco economistas nombrados que había en el Instituto.

Para no quedarse sin horas, tuvo que suplicar al subdirector, de nombre Arístides Menéndez y apodado Cocoliso, que le permitiesen dictar cursos de matemáticas que habían quedado libres, aunque no correspondían con su especialidad de economista. Por ser cursos de formación general, el profesor Menéndez accedió a sus ruegos. A cambio, Luis Huallanca se convirtió en el espía de las autoridades. En la sala de profesores, escuchaba atentamente todas las conversaciones de los docentes. Cuando oía algún comentario negativo contra el subdirector, corría a contárselo. Se convirtió en un moderno y siniestro Tucuyricuc.

Su rabia aumentó por un motivo puntual. Como no era especialista en el dictado de los cursos de matemáticas, cometió algunos errores en sus primeras clases. Cuando se enteraron otros docentes que sí eran de esa especialidad, empezaron a burlarse de él. Lo llamaron “el conjuntólogo”, como dando a entender que solamente dominaba los temas matemáticos más elementales. Su odio hacia todo el mundo aumentó al extremo.

Entonces, algunos hechos hicieron nacer malévolas esperanzas en su mente. Uno de los economistas nombrados, José Huamán, era diabético, y comenzó a sufrir los estragos de aquella terrible enfermedad. Sufrió algunas heridas que se negaron a cicatrizar, y comenzó a requerir licencias por enfermedad. Inmediatamente. Luis Huallanca se interesó por la salud de aquel colega. Constantemente preguntaba por el estado del profesor Huamán. Los demás docentes creían que era genuina preocupación por un compañero de trabajo, pero su interés era perverso. Era como el gallinazo que espera el desfallecimiento de la presa. Deseaba al profesor Huamán fuera del Instituto. Mejor aún, si era fuera de este mundo. Era ajeno a todo sentimiento humano.

Algunas noches el profesor Huamán, atormentado por sus rebeldes heridas, se sentaba durante largas horas en una apartada banca del patio, a cierta distancia de la sala de profesores. Aquella banca, casi siempre, estaba desocupada. Allí se sentaba el enfermo, buscando algo de sosiego en medio de su melancolía. Pero Luis Huallanca lo notó de inmediato e ideó una siniestra estrategia. Buscó un lugar apropiado en el balcón del cuarto piso, a modo de mirador. Cada vez que veía al profesor Huamán sentado en aquella banca, subía rápidamente al cuarto piso y desde allí lo miraba con infinito odio. Cuervo, buitre, gallinazo, en todo eso se convertía el malvado Kenyi. En verdad, lo que él deseaba era que el diabético notase sus miradas, y así ocurrió efectivamente una noche. El profesor Huamán, sentado, levantó la vista y pudo ver a lo lejos a aquel desalmado, que lo miraba con semblante cruel. Toda su poca tranquilidad se esfumó ante aquellas miradas de odio. Quedó aterrado. Y eso se repetía siempre que se sentaba en aquel lugar apartado.

Así persistió Kenyi hasta que, un día, llegó la noticia del fallecimiento del modesto, silencioso y apartado profesor José Huamán. El terror diario que sufría ante las miradas de aquel cuervo con forma humana, había precipitado su fin. En el colmo de la desdicha, había dejado desamparado a un hijo discapacitado. Nada de eso conmovió a Luis Huallanca, quien estuvo jubiloso durante varios días.

Solamente uno de los profesores nombrados, el economista Gerardo Luna, había comprendido desde el primer momento la naturaleza maquiavélica y ofídica de Kenyi. Lo aborreció más todavía con la muerte del humilde profesor José Huamán, por quien había sentido sincero afecto. Como gran observador que era, Luna había tomado nota de todo el siniestro accionar de Luis Huallanca.

-        La gente no se da cuenta de que tenemos a un Caín entre nosotros. Es una víbora que no merece ser docente de este Instituto. – repetía a unos pocos colegas, sin ser escuchado.

Una cosa que irritaba sobremanera al profesor Luna era que, por estar pronto a cumplir la edad límite, estaba cerca del retiro obligado. Solamente le quedaban dos años como docente activo, y entonces Kenyi se beneficiaría con una plaza adicional que aumentaría sus posibilidades de lograr una vacante para contrato. Ambos eran economistas.

Y Luna se devanaba los sesos, pensando cómo podría frustrar los planes de aquel malvado. Hasta que se alinearon los planetas y se dieron las condiciones para hacer justicia.

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Las cosas cambiaron nuevamente en el año 2014. El concurso para contrato, que siempre había sido semestral, pasó a ser anual. Fue un proceso febril para todos los docentes contratados, pero mucho más para aquel buitre con forma humana apodado Kenyi. Un docente nombrado apellidado Sáenz, que acostumbraba embromarlo, le dijo un día que había un nuevo requisito para los docentes que se presentaban al concurso. Cuando el ansioso Luis Huallanca le inquirió por aquella nueva exigencia, Sáenz, entre risas, le dijo que debía presentar un certificado de salud prostática firmado por un urólogo africano. El odio de Kenyi no tuvo límites.

Como siempre lo hacía, Luis Huallanca presentó su expediente con la documentación habitual, y se preparó para la acostumbrada clase magistral. Pero entonces recibió una noticia que lo sorprendió. El profesor Menéndez, subdirector titular, había solicitado y obtenido licencia sin goce de haber por tres meses, y la Dirección Regional de Educación había designado como subdirector encargado al profesor Gerardo Luna. Por reglamento, el subdirector debía presidir la Comisión Evaluadora para Contratos de Docentes. Luna asumió esa función, y entonces supo exactamente lo que debía hacer. No en vano había pasado situaciones difíciles en algunos concursos públicos convocados por Universidades nacionales. Era un zorro viejo en esas lides. Conocía todas las mañas de esos concursos.

Llegó el día, y Luis Huallanca se presentó, impecablemente vestido, para dar su clase magistral. Expuso su tema con sobriedad y prestancia. Era algo a lo que estaba acostumbrado. Pero entonces comenzó la ronda de preguntas de carácter profesional y de cultura general. Luna lo miró muy seriamente, y le preguntó:

-        Profesor, díganos usted: ¿Cuáles son las ventajas de elaborar el Balanced Scorecard, en una empresa de servicios que practica el Outsourcing, pero que no realiza Benchmarking?

Una bofetada no habría causado más sorpresa en Luis Huallanca. Se quedó boquiabierto.

El profesor Luna no hizo ningún gesto. Con hierático semblante, prosiguió:

-        No ha contestado. Vamos con otra pregunta. Díganos cuál fue, en el Perú, la tasa de inflación del año 1997.

Luis Huallanca permaneció en silencio. Su mente era un caos. Comprendía que estaba cayendo en una celada. Recordó que había visto un nombre nuevo en el cuadro de postulantes. Un tal Robinson Castro. No podía saber que aquel nuevo concursante, economista de profesión y que además contaba con una Maestría, había sido convocado y preparado por Luna. Kenyi sospechaba que aquel nuevo postulante iba a ser favorecido. No podía denunciar nada, pues los contubernios en esos concursos son casi imposibles de probar, y cualquier acusación apresurada le podía costar un proceso administrativo y hasta una denuncia penal.

Hubo otras dos preguntas, éstas de cultura general.

-        ¿Cuál es el nombre del ganador del Premio Nóbel de Literatura de 1983?

-        En estos momentos, en el Perú, son las diez horas y cincuenta minutos. ¿Qué hora es en Alemania?

 Tampoco hubo respuesta alguna. Luis Huallanca, apodado Kenyi, hizo una mueca indescifrable y se retiró del auditorio, derrotado como nunca antes.

No fue la única humillación. Al día siguiente, cuando rumiaba su cólera en la misma banca en donde antes se sentaba el infortunado profesor José Huamán, una de las víctimas de su maldad, se le acercó la señorita Aquila, encargada del personal, y le pidió que entregase la llave de su casillero, pues el ganador del concurso, el profesor Robinson Castro, debía instalarse.

Luis Huallanca dejó la llave sobre una mesa de la sala de profesores, con toda la rabia que era capaz de sentir. Cuando salía por la puerta del Instituto, maldijo a todo el personal docente, administrativo y de servicios.

Y es que los malvados, los inicuos, los perversos, no pueden reír siempre. Está escrito en la Biblia, en el libro de Romanos:

 “Mía es la venganza; yo pagaré – dice el Señor”.

 

 

sábado, 26 de abril de 2025

LA INSEGURIDAD (OPINIÓN)

 

La gente no quiere entender que la inseguridad la ha causado, en gran medida, el lobby abogadil. Los abogados, especialmente los penalistas, hace años lograron en casi todo el mundo que se elimine la pena de muerte, pues va contra sus intereses económicos. Ellos viven del tráfico procesal. Si hay menos delincuentes, hay menos procesos, y menos clientes para ellos. Por eso se oponen ferozmente a la eliminación de los desalmados. Vean que, prácticamente, todos los abogados descartan la pena de muerte. Y usan toda clase de argumentos cínicos. Dicen que “va contra la obligación resocializadora del Estado”, que sería “una venganza”, que sería "un acto de salvajismo”, que “podría ser ejecutado algún inocente”, etc. Y para ilustrar esto último, siempre mencionan casos antiquísimos como el del “Monstruo de Armendáriz” en el Perú y el de Sacco y Vanzetti, en Estados Unidos. Estos tres hombres fueron ejecutados sin pruebas suficientes, eso es cierto, pero eso fue hace cerca de un siglo, cuando no había cámaras de alta resolución ni pruebas de ADN. Ahora son muchos los delincuentes apresados en flagrancia, pero igual los abogados los defienden y, lo que es peor, los instruyen para evadir a la justicia. En resumen, no vuelvas a creer que los abogados que tienen cargos públicos lucharán contra la delincuencia. Ellos están condicionados por su gremio profesional, y jamás van a querer afectar los ingresos de sus colegas. Despierten ya y recuerden: los abogados son mercenarios de la ley. Y más aún los abogados penalistas, los cuales ganan dinero consiguiendo impunidad para los delincuentes. Ése es su negocio. Y, para lograrlo, muchas veces se coluden con los fiscales y jueces, que también son abogados.

Para que se entienda un poco mejor lo que son los abogados, transcribiré lo que, hace tres siglos, escribió sobre ellos el irlandés Jonathan Swift, genial autor de esa maravilla literaria titulada Los viajes de Gulliver. Lean:

“Entonces le dije a mi amo que entre nosotros había una sociedad de hombres, educados desde su juventud en el arte de probar mediante palabras multiplicadas con tal fin, que lo negro es blanco y lo blanco negro, según lo que les pagan. El resto del pueblo es esclavo de esta sociedad. Por ejemplo, si mi vecino se quiere apoderar de mi vaca, contrata a un abogado para probar que mi vaca debería ser suya. Entonces yo tengo que contratar a otro para defender mi derecho, ya que la ley prohíbe que un hombre hable en su defensa. Ahora bien, en este caso, yo, que soy el legítimo dueño, tengo dos grandes desventajas. Primera, mi abogado acostumbrado casi desde la cuna a defender lo que es falso, está fuera de su elemento cuando defiende la justicia, que como le es un oficio antinatural, siempre realiza con torpeza, ya que no de mala gana. La segunda desventaja es que mi abogado debe proceder con gran cautela, o de lo contrario se verá amonestado por los jueces y aborrecido por sus colegas, como alguien que rebaja la práctica de la ley. Y por lo tanto, no me quedan más que dos métodos para conservar mi vaca. El primero es comprar al abogado de mi adversario, pagándole el doble; entonces traicionará a su cliente. El segundo medio es lograr que mi abogado presente mi caso como lo más injusto posible, y con esto, si se hace hábilmente, puede lograr el favor del tribunal”.

“Ahora bien, le dije a mi amo, usted debe saber que los jueces son personas nombradas para decidir todas las controversias de bienes, así como los juicios de los criminales, elegidos entre los abogados más hábiles que se han vuelto viejos y perezosos, y que como durante toda su vida han estado predispuestos contra la verdad y la equidad, tienen una tan fatal necesidad de favorecer el fraude, el perjurio y la opresión, que he conocido a varios de ellos que han rechazado un soborno importante del lado donde estaba la justicia, antes que hacer injuria a la profesión, mediante una cosa tan impropia de la naturaleza de su cargo”.

“Cuando pleitean, evitan cuidadosamente entrar en los méritos de la causa; pero gritan y se ponen violentos y molestos al insistir en circunstancias que no hacen al caso. Por ejemplo, en el ya mencionado, nunca quieren saber qué derecho o título tenía mi contrario a mi vaca; sino si dicha vaca era roja o negra; si sus cuernos eran largos o cortos; si el campo en que pastaba era redondo o cuadrado; si la ordeñaban en casa o fuera de ella; las enfermedades que había tenido y cosas semejantes; después de lo cual consultan los precedentes, aplazan la causa de vez en cuando, y al cabo de diez, veinte o treinta años, resuelven el pleito”.

“Es de observar igualmente, que esta sociedad tiene una jerga y terminología especiales, que ningún otro mortal puede entender, en la cual está escritas todas sus leyes, las que ponen un cuidado especial en multiplicar; por lo cual han confundido totalmente la esencia misma de la verdad y la mentira, de lo justo y lo injusto; de modo que se tardarán treinta años en decidir si el campo que me dejaron mis antepasados de seis generaciones me pertenece a mí, o a un extraño que vive a trescientas millas de distancia”.

“Aquí, mi amo me interrumpió diciendo que era una lástima, que criaturas dotadas de habilidades mentales tan prodigiosas como los abogados que yo le había descrito, no fueran alentados para instruir a otros en la prudencia y la. sabiduría. Yo le respondí que, en todos los puntos al margen de su oficio, solían ser la gente más estúpida e ignorante entre nosotros, la más despreciable en la conversación corriente, los enemigos declarados de toda erudición y conocimiento e igualmente dispuestos a pervertir la razón general de la humanidad en todos los aspectos del raciocinio, como en el de su profesión”.

Esto lo escribió, hace trescientos años, un genio que conoció al género humano mejor que todos nosotros. Ahora ya ustedes saben un poco más de los abogados, especialmente de los abogados penalistas, y de las causas de la inseguridad. Claro que entre ellos puede haber algunas honrosas excepciones. Hay algunos abogados cultos y con conciencia social. Pero son eso; excepciones.

                                               

viernes, 28 de febrero de 2025

VIVIEN

 

Ocurrió en la época en que fui contador externo de una empresa dedicada al rubro de la ferretería, situada en el distrito limeño de La Molina. La denominación de la empresa era Feria Ferretera. Allí laboraba Vivien, como asistente de ventas y auxiliar de contabilidad.

Yo no le prestaba mucha atención, pues su labor era más comercial que contable. Pero un día, caminando apurado por un pasillo de la empresa, casi tropecé con aquella muchacha. Trastabillé un poco y ella, con una sonrisa de chiquilla, me dijo: “Parece que vamos a bailar”. Entonces, sorprendido, noté que Vivien era un poco más alta que yo, que no me considero un hombre bajo. En verdad, ella tenía un porte impresionante. Además, pude ver que sus rasgos eran tan juveniles que parecía tener diecisiete años, aunque luego supe que tenía veintidós. En resumen, altísima, espigada y con un agraciado rostro de adolescente. Encima de ello, Vivien era alegre e ingeniosa. Y por si todo eso fuera poco, era modesta y sin ínfulas de ningún tipo. Una mujer valiosa. Pero, ahora que se acerca el final de mi vida, debo reconocer ante el mundo entero que no supe valorarla como debía.

Yo acudía semanalmente al local de aquella empresa. A veces había reuniones de todo el personal, y yo la veía departir sobriamente y en forma elegante, sin excesos ni gesticulaciones. Y me parecía una chica muy atractiva. Pero yo mantenía mi distancia. Ni siquiera la tuteaba. A ella, como a todas las empleadas de aquella empresa, las trataba de usted. Ha sido mi comportamiento habitual durante la mayor parte de mi existencia. Tampoco notaba en Vivien alguna inclinación especial por mi persona. Lo único que yo me permitía con ella, era una pequeña broma. Su apellido paterno, que prefiero no mencionar, era corto y elegante. Cuando joven, en la Marina de Guerra, conocí a varios oficiales con ese apellido. Pero yo, en dos o tres ocasiones, fingí mala memoria, jugué un poco con las letras y la llamé “señorita Vivien Vilca”. Ella protestaba, entre enfadada y divertida, por la alteración de su apellido. Aparte de eso, todo era muy formal entre nosotros.

Sin embargo, un día todo cambió. Había ido yo a una entidad pública, para efectuar un trámite personal. Era un edificio de varios pisos, con balcones que daban a un gran patio interior. Estaba yo en el tercer piso, y me detuve brevemente en el balcón, mirando distraído a la multitud que se afanaba en sus gestiones. Entonces, vi que alguien se me acercaba apresuradamente. Era Vivien, con una aparente sonrisa de felicidad por haberme encontrado allí. Vestía un elegante conjunto color café y llevaba una cartera roja.

Iniciamos una conversación bastante superficial, como de dos personas que no se tienen mucha confianza. Pero ella se notaba inquieta, nerviosa. Parecía que no se decidía a decirme algo importante. Por fin, pareció animarse:

-        Tengo que decirle que, en la empresa, hay una chica que piensa mucho en usted. Ella siente cosas bonitas al mirarlo y escucharlo, pero usted siempre está en la Luna y no se entera.

Yo quedé absolutamente sorprendido.

-        Eso sería muy raro para mí, señorita. Nunca me he propuesto ser atractivo para ninguna empleada en Feria Ferretera. Yo me limito a cumplir con mi trabajo.

Se quedó pensativa durante un par de minutos, mientras jugaba con su cartera roja y sonreía nerviosamente. Después continuó hablando, en tono cauteloso:

-        Se lo diré por escrito. Voy a escribir en este papel el nombre de la chica que piensa diariamente en usted.

Sacó papel y lapicero de su cartera y se puso a escribir. Yo nunca he sido muy perspicaz en mi trato con las mujeres, pero hasta el más ingenuo de los hombres hubiese podido imaginar lo que venía a continuación. En efecto, cuando me entregó el papel, leí en él su nombre: Vivien.

Me sentí incómodo. En verdad, no sabía lo que debía hacer.

-        Señorita -le dije-, usted está confundida. Yo nunca he tratado de llamar su atención. Esto es algo absolutamente sorpresivo para mí. Creo que debería usted pensar bien antes de exponer lo que cree sentir.

Quedó un tanto avergonzada, aunque siguió sonriendo. Pude notar que la frialdad de mi respuesta la había herido.

-        No rezaré a un santo que no hace milagros -dijo.

Había un atisbo de rencor en su voz. Pero también había dolor. Fue eso lo que me conmovió. En ese momento, había una tempestad en mi mente, pero aquella muestra de tristeza en ella, me ayudó a aclarar mis ideas. Una muchacha atractiva y valiosa se me había declarado y yo, un completo necio que además estaba sin pareja en aquel tiempo, la estaba rechazando sin tino y, quizá, hasta humillando. Decidí dejar de lado mi frialdad y opté por un tono más cálido:

-        No se sienta mal. En verdad, cualquier hombre se sentiría halagado por su interés.

-        Pero no usted -replicó suavemente.

-        También yo, no lo dude. No soy ciego ni sordo.

Se animó un poco y me miró a los ojos.

-        Entonces, ¿no se ha enfadado usted? ¿No está pensando mal de mí?

-        De ninguna manera podría enfadarme con usted… Vivien. Para que vea que no estoy enfadado, permítame tutearla. Después de todo, soy varios años mayor que usted.

-        ¿No dijo que me iba a tutear? -observó, ya con aire risueño.

Tuve que sonreír también. Nuestra conversación se hizo más amigable, pareciéndose ya a un sondeo romántico. Hasta que concertamos una cita, para el siguiente fin de semana. Tengo que enfatizar que, en mi cambio de actitud, poco tuvo que ver la sensualidad, la atracción física o el simple deseo de tener a una mujer entre mis brazos. Eso lo tengo claro hasta hoy pues ella, aun siendo atractiva, destacaba mucho más por su elegancia que por sus curvas. Había en ella más donaire y distinción que voluptuosidad.   

En nuestra primera cita entramos a una cafetería a tomar algo ligero y luego nos dirigimos al Parque de la Reserva. En esos tiempos aún era posible pasear allí de noche y sentarse en una banca para conversar. No sé si mi comportamiento fue excesivamente reservado y mi conversación muy monótona, pero lo cierto es que, luego de una hora de charla, ella fue quien me besó. Lo hizo delicadamente, casi con temor, pero fue un beso.  

Y así comenzó nuestra historia de amor.

………………………………………..

Cuando Vivien llegó a mi vida, ella estaba convaleciente de su primer amor, un muchacho que había sido su primer hombre y que luego se había alejado, probablemente para buscar otras diversiones. A diferencia de la mayoría de mujeres, que prefieren no contar a su enamorado esa experiencia, ella me relató en detalle aquel fracaso suyo. Aquella inútil entrega de su inocencia.

Alguna vez leí que una mujer entrega a su primer hombre todos sus sueños y todas sus ilusiones. A su segundo hombre le entrega gratitud y complacencia. Y al tercero le entrega ya solamente lo que él sea capaz de tomar. Por mi experiencia de vida, puedo respaldar esa reflexión. Vivien era extremadamente complaciente conmigo. Cuando caminábamos por las calles, cogidos de las manos, mostraba tal grado de felicidad que era imposible pensar en falsedad o fingimiento de parte suya. Inclusive la intimidad llegó mucho antes de lo que yo esperaba. Ella era feliz entregándose por completo, y yo no era plenamente consciente del tesoro que tenía en mis manos. Es la única vez en mi vida que he tenido a una mujer físicamente más grande que yo. Y era una entrega total, sin reservas. Ningún hombre sensato podría haberse sentido insatisfecho. Pero yo, era yo. Algunas veces, pensando en ella, me ponía a tararear la canción La incondicional, del cantante mexicano Luis Miguel.

Tú, la misma de ayer

la incondicional

la que no espera nada

 

Salir cada fin de semana con la enamorada cuesta dinero. Pero Vivien era muy frugal y no me exigía invitaciones costosas. Se conformaba con una modesta porción de pollo a la brasa, en algún restaurante barato. Aunque, hay que decirlo, no siempre le bastaba con el habitual cuarto de pollo que yo le invitaba. Claro, las personas más altas necesitan comer más, y ella medía un metro con setenta y seis, por lo menos. Así que, muchas veces, cuando terminaba de comer ese cuarto de pollo, ella me miraba significativamente. No decía nada, no pedía nada. Pero me miraba, claro que me miraba. Y yo entendía y pedía un cuarto de pollo más, solamente para ella.

 

Al verla tan espigada y elegante, muchos podrían haber supuesto que Vivien pertenecía a la clase media. Pero ella sufría muchas estrecheces económicas. Vivía en una modesta vivienda de Villa María del Triunfo y, cosa que inicialmente no quise creer, usaba óxido de zinc como desodorante. Cuando me lo contó, me reí. Pero luego me explicó que lo compraba muy barato en cualquier ferretería y así evitaba gastar mucho. Obligada por su situación económica, había aprendido a economizar casi en todo. Una más de las muchas cualidades que tenía mi Vivien. Pero no dejaba de tener aspiraciones. Estudiaba contabilidad por las noches en un instituto particular cercano a su casa.

 

Una tarde llegó a nuestro encuentro semanal con su madre, señora joven de modales suaves con la cual simpaticé de inmediato. Era una dama respetuosa y con mucho tino. Tuvimos una reunión muy agradable, luego de la cual la señora se retiró y nos dejó para proseguir con nuestra cita. Vivien quedó feliz al ver que su madre y yo habíamos congeniado.

En otra oportunidad, mi enamorada incondicional se apareció con una amiga muy cercana, a quien presentó como Rosalinda. Era algo mayor que Vivien, y tendría unos veintiocho años. Era de formas generosas, aunque una muy curvada nariz le restaba atractivo. Me miraba con curiosidad. Noté en ella un poco de estiramiento y autosuficiencia. Parecía que no me aprobaba del todo como enamorado de su amiga. Un hueso duro de roer, pensé. Pero, como se acercaba el cumpleaños de Vivien, ambas propusieron celebrarlo en una discoteca, y así lo acordamos. Por supuesto, yo tendría que llevar a un amigo.

En aquella época yo, además de mi labor docente en la Universidad Nacional del Callao, trabajaba también en el Instituto Público “Argentina”, como docente nombrado en el turno nocturno. En este Instituto laboraba, como docente contratado, un compañero llamado Víctor Hugo Heredia, que enseñaba contabilidad de costos. A decir verdad, aunque yo lo trataba con alguna calidez, no lo veía como un amigo cercano, sino más bien como un simple conocido. Su tendencia a la beligerancia no me agradaba en absoluto. Parecía estar siempre dispuesto a disputar, por cualquier motivo. Había rencor en casi todas sus acciones. Hablaba pestes de casi todo el mundo, pero muy especialmente de los alumnos. Los tildaba de ociosos y hasta de ineptos. Fruto de este menosprecio por los chicos, era su innegable desidia en la preparación de sus clases.

-        Estos vagos no merecen que yo me esfuerce por ellos – acostumbraba decir.

Esta animadversión general suya incluía a las mujeres. En algunas conversaciones, deslizaba la idea de que no hay mujeres confiables en el mundo. Pero, cosa curiosa, Víctor Hugo Heredia tenía muy buen nivel académico. A veces yo pensaba en lo buen docente que él hubiese podido llegar a ser, si hubiera abandonado aquella actitud tan negativa.  Aunque no era un beodo empedernido, en algunas ocasiones se reunía con otros amigos en alguna cantina, para beber licor. Justamente uno de aquellos compañeros de parranda me comentó alguna vez que una de las razones de Víctor Hugo Heredia para detestar a las mujeres, era un suceso desagradable que había sufrido cuando tenía veinticinco años. Una muchacha de rostro virginal y modales recatados al extremo había capturado su corazón. Víctor Hugo Heredia se pasó varios meses tratando de convencerla para llegar a la intimidad. Y gastó mucho dinero en invitaciones y regalos. Pero cuando por fin llegó ese momento anhelado, se llevó un chasco con aquella muchacha. No solamente estaba lejos de toda inocencia, sino que contagió a Víctor Hugo Heredia con una sífilis muy persistente. Él tuvo que someterse a una serie de dolorosas inyecciones de penicilina que le dejaron las nalgas como un colador.

-        No hay mujeres sinceras -repetía siempre.

Yo, en verdad, no tuve ningún escrúpulo ni resquemor al arreglar aquella cita de cuatro. Pensé que aquel rencoroso haría renegar a la amiga estirada y desdeñosa. Además, una gran ventaja era que Víctor Hugo Heredia tenía automóvil.

-        Será interesante ver disputar a un rencoroso con una estirada – pensé.

¡Cuán equivocado estaba yo!

 

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Nos encontramos los cuatro en el frontis del local del Partido Aprista, en la Avenida Alfonso Ugarte, frente al Instituto Argentina. El lugar escogido para celebrar era la antigua discoteca El Escarabajo, y hacia allí nos dirigimos. Víctor Hugo Heredia llegó ataviado con un elegante conjunto de color beige. Era su color favorito y le sentaba muy bien. Aunque no era muy alto, mirándolo detenidamente, él resultaba bastante apuesto, pese a unas pocas cicatrices que tenía en la cara, seguramente secuela de un acné juvenil.

Desde el primer momento en que fueron presentados el rencoroso y la estirada, se produjo un suceso que me llamó poderosamente la atención. A la amiga Rosalinda se le iluminaron los ojos al ver y oír hablar a aquel misántropo. Parecía que Víctor Hugo Heredia la había encandilado. Si en verdad existe lo que llaman amor a primera vista, ese día lo vi con mis propios ojos. Bailaron juntos durante toda la velada, inclusive algunas canciones que exigían abrazarse. Y ella se veía encantada. Había quedado deslumbrada por Víctor Hugo Heredia. Misterios del carácter femenino que yo nunca entenderé. Por su lado, Vivien bailó y se divirtió mucho. Ella era totalmente feliz en aquellos días. Y lo merecía, claro que lo merecía.

Pasaron varios días desde aquella salida, y en el Instituto yo notaba a Víctor Hugo Heredia cada vez más exultante. Se notaba a leguas que lo estaba pasando muy bien con aquella mujer. Sin embargo, a mí no me daba detalles de aquella relación. Supongo que era para evitar que yo contase sus comentarios a Vivien y, por aquel medio, se enterase la amiga Rosalinda. Pero uno de sus amigos habituales de cantina, un ingeniero de sistemas apellidado Balcázar, también docente del Instituto Argentina y buen amigo mío, me informaba de todos los comentarios que, cerveza de por medio, vertía Víctor Hugo Heredia.

El caso es que mi colega estaba alardeando, exagerando o no, de haber sometido a “la picuda”, “la lora” y “la periquita” – así la había denominado él –, a un papel de esclava sexual. Entre otras cosas afirmaba, desternillándose de risa, que un día había atado a aquella mujer a los bordes de una cama, “igualito que a Túpac Amaru”. También, mofándose de la nariz curva de aquella mujer, se presentaba a sí mismo como ”el ornitólogo” y “especialista en desplumar aves”. Y pronunciaba muchas otras frases procaces que el amigo Balcázar me contó y que aquí prefiero no repetir. En verdad, yo había sentido un poco de fastidio ante el trato distante y un poco altanero de la amiga Rosalinda. Más todavía; no me gustaba nada que fuese prima del primer enamorado de Vivien, lo cual me contó mi novia incondicional. Pero de ninguna manera podía estar de acuerdo con aquel comportamiento de Víctor Hugo Heredia. Las mujeres son el hermoso instrumento que Dios creó para darnos la vida, y todas ellas merecen ser protegidas y respetadas. Mucho más la mujer que, empujada por el amor, ha entregado a un hombre el templo que es su cuerpo. Lo mínimo que un hombre debería expresar ante una mujer que lo ha distinguido con ese valiosísimo obsequio, es agradecimiento. Pero Víctor Hugo Heredia se burlaba y hacía escarnio de ella. Ese proceder me pareció ignominioso. Un motivo más para no considerarme amigo de aquel hombre.

Pregunté a mi Vivien sobre aquel asunto, y lo poco que ella me dijo confirmó toda la vileza de Víctor Hugo Heredia y el sufrimiento de la amiga Rosalinda. Esta mujer, luego de algunas locuras de adolescencia, se había mantenido sola durante largos años, esperando encontrar al hombre adecuado. Hasta que creyó encontrar en Víctor Hugo Heredia al galán apropiado, pero se había topado con un miserable. Y aunque nada le dije a mi enamorada incondicional, lo cierto es que me sentí en cierta forma, responsable de aquel sufrimiento. Yo había puesto a aquel malvado en el camino de la amiga Rosalinda, sabiendo perfectamente que él no era un tipo de fiar.

Así se fueron acumulando todos esos sucesos, hasta el momento en que todo estalló.

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El caos comenzó una noche, en el Instituto Argentina. Yo estaba dictando mi curso de Técnica Contable I en un salón del tercer piso, cuando escuché unos gritos que provenían de la sala de profesores, en el primer piso. Se había armado allí un gran alboroto. Había gente que gritaba, pero también se escuchaban algunas risas.

Bajé, movido por la curiosidad, y entonces vi un espectáculo rocambolesco. Era la amiga Rosalinda, que había llegado con otras dos mujeres robustas y pendencieras, al parecer familiares suyas. Rosalinda, con ambas manos, había cogido del cabello a Víctor Hugo Heredia y lo estaba arrastrando por el piso. Las otras dos mujeres la ayudaban en esta tarea y cuidaban que el burlador no pudiese huir, sujetándolo de los brazos. Mientras Rosalinda lo aturdía con insultos como “maldito” y “perro”, las otras dos damas eran más radicales y lo llamaban “maricón” y “poco hombre”. “¿No naciste de una mujer?” le repetían constantemente. Sin embargo, en determinado momento una de ellas lo llamó “cara de corcho”, insulto que en ese momento no entendí. Después recordé las secuelas de acné juvenil en el rostro de Víctor Hugo Heredia y pude comprender aquel epíteto.

Sabiendo que yo, aunque involuntariamente, alguna responsabilidad tenía en aquel desaguisado, me mantuve a prudente distancia, procurando no ser visto por la furibunda Rosalinda. Pude ver que el burlador, después de mucho trabajo, logró librarse de aquellas zarpas y cruzó corriendo el patio del Instituto con dirección a la puerta de salida. Las risas aumentaron, inclusive de algunos alumnos, especialmente de las chicas. Entonces algunas profesoras, solidariamente, se acercaron a Rosalinda quien, pasado su arrebato de furia, sollozaba en el hombro de una de sus acompañantes.

Aquel suceso fue la comidilla de todo el Instituto durante varios días. Algunos de sus amigos de cantina soltaron la lengua y contaron todos los alardes soeces de Víctor Hugo Heredia. Éste, por su condición de docente contratado por bolsa de horas, no tenía obligación de asistir diariamente. Hizo malabares para concluir el semestre con las dos secciones que tenía a su cargo, y no se presentó al siguiente concurso para contrato. De hecho, no tuve contacto con él durante varios años, hasta que coincidimos en otro centro laboral. Y entonces, desde el primer momento, decidí no hablar con él ni una palabra de aquel asunto y mantener mi distancia, pues no valía la pena tener tratos con gente así.

Durante varios días reflexioné sobre todo aquel drama. Llegué a la inevitable y habitual conclusión de que las mujeres, esos hermosos seres a quienes los hombres deseamos, amamos o decimos amar, se ahorrarían muchos sufrimientos si evitaran, en lo posible, entregar su tesoro antes de estar razonablemente seguras de que el receptor sabrá valorar ese regalo. Es un razonamiento muy lógico y manido, nacido de la observación de la realidad. Pero ya sabemos que, el varón que vierte tan fundado razonamiento como simple consejo, es inmediatamente tildado de arcaico o anacrónico, cuando no de machista. Es la malhadada costumbre de atacar al mensajero, desechando el mensaje sin siquiera considerarlo.

Se dice habitualmente que una mujer que ha tenido muchas parejas no sirve para esposa. Ese razonamiento es un lugar común entre los varones. Yo lo he escuchado durante toda mi vida. Si uno se pone a analizar cuán justo o injusto es este criterio para las mujeres, llega a la inevitable conclusión de que tiene fundamento. Una mujer puede entregar su cuerpo a muchos hombres. Pero no puede hacer lo mismo con su alma. Ésta se agota rápidamente con las primeras entregas. Ese efecto se puede ver, de alguna manera, también en los varones. Pueden estar con muchas mujeres, y se ufanarán de ello. Pero rara vez dejarán de amar a un equipo de fútbol para seguir a otro. Y se jactarán de tener un único amor, en ese campo de dudosa utilidad social que es la afición por el fútbol. También, tanto hombres como mujeres, difícilmente cambiarán de religión. Hacerlo será visto hasta como un acto de condenable apostasía.

Pasaron algunas semanas luego de aquel escándalo. Lentamente, la gente comenzó a olvidar el asunto. Sin embargo, yo no saldría indemne de todos aquellos penosos hechos. Una tarde, cuando yo llegaba al Instituto, encontré a Rosalinda en la puerta, esperándome. Exigió hablar conmigo inmediatamente. Temiendo un nuevo escándalo, accedí y nos alejamos unas cuadras, hasta la explanada de un supermercado cercano. Allí comenzó a endilgarme la filípica que, sin duda, tenía preparada.

-        Usted y ese maldito amigo suyo son lobos de una misma camada – comenzó -. Toman a una mujer para gozarla, envilecerla y luego desecharla. No tienen en cuenta todas nuestras lágrimas y las heridas emocionales que deberemos arrastrar en los años siguientes, como pesados lastres que nos dificultarán el acceso a una vida feliz. Encima de todo eso, otros hombres nos reprocharán por haber amado, por haber creído, por haber confiado. Y nos señalarán, y nos atribuirán un menor valor, exactamente igual como se tasa a los objetos de segundo uso. Usted y su amigo son iguales, no lo niegue. A Vivien le esperan muchos días de sufrimiento. Pero yo tengo que velar por ella.

Aquí la interrumpí.

-        Ese hombre no es mi amigo, es solamente un colega. Pero, y se lo digo con mucho respeto, soy un convencido de que toda mujer debe evitar apresuramientos, pues de lejos es quien más puede perder en una relación. Usted es adulta. No debió caer en tan precoz deslumbramiento.

De inmediato replicó:

-        ¿Igual como usted deslumbró a Vivien? Usted se ha valido de su mayor experiencia de vida y de su superior nivel académico para embelesarla. Sé que está disfrutando a mi amiga desde hace más de un año y que nunca ha mostrado interés en conocer a la familia de ella. Nunca le ha propuesto formar un hogar. ¿Así se comporta un hombre honesto? ¿Es el proceder de un hombre sinceramente enamorado?

En ese momento pensé que aquella conversación no tenía sentido.  Le pedí que fuese al grano.

-        Es sencillo -dijo ella-. De toda mala experiencia hay que tratar de sacar algo bueno. Quiero evitar que mi amiga pase también por lo que yo pasé. Deseo que usted deje libre a Vivien. Cuanto antes. Para mí ella siempre ha sido como una hermana menor.

Esa exigencia me sorprendió y le dije que no tenía ningún derecho para pedírmelo. Pero entonces sacó a relucir argumentos que me dejaron pasmado. Sacó de su cartera una copia de un documento que yo conocía bien. Era un acta matrimonial. En aquella época yo estaba separado, aunque todavía no divorciado, de mi primera esposa. Había sido el gran error de mi juventud. En verdad, yo no había informado de ello a Vivien. Además, Rosalinda dijo que el padre de mi Vivien era un hombre muy violento que no se quedaría impávido ante aquella situación. Y tenía un hermano que era tan o más explosivo.

-        Pero usted puede evitar todo esto -prosiguió-. Está completamente en sus manos. Hable ya con los padres de Vivien, sincérese y pídala en matrimonio. Con un buen abogado, puede apurar su divorcio. Por lo que ella me ha contado, sé que usted tiene casa propia y dos buenos empleos. No le falta nada para hacer feliz a mi amiga. Ella le ha dado felicidad durante más de un año, sin importarle en ningún momento la diferencia de edad que hay entre ustedes. Son diecisiete años, y eso no es poca cosa. Es momento de que usted devuelva algo de todo lo que ya ha recibido. Le doy un mes de plazo.

Se fue, luego de asegurarme que aquella visita suya no era de conocimiento de Vivien, y me dejó hecho un mar de dudas. Pasé varios días cavilando, dudando, sopesando. Ya antes había tenido un breve distanciamiento con ella, totalmente causado por mí. Pero ahora la situación era diferente. Hasta que decidí lo que debía hacer. O, por lo menos, así lo creí.

 

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La cité mediante una llamada telefónica para un sábado, en el mismo lugar de la primera vez. El tono serio de mi voz al citarla, ya la había hecho entender que las cosas no iban bien. La encontré sentada en la misma banca de la primera vez, con unos pantalones de color crema y un sacón de color guinda. Estaba temblorosa y expectante, como quien teme recibir la confirmación de una mala noticia. Su hermoso y larguísimo cabello negro, que tantas veces había yo acariciado, daba marco a su rostro redondo y juvenil, aunque ahora extremadamente tenso. Y todo era por mi causa. Por mi culpa.

-        Quieres que terminemos, ¿verdad? – dijo de pronto.

Me quedé callado. ¿Para qué decirle que algo inexplicable me impedía amarla por completo? Era sencillamente un elemento desconocido en nuestra relación que, en verdad, en ese momento yo era incapaz de explicar. Yo la amaba, por supuesto que la amaba. Pero mi amor de entonces no bastaba. Vivien era atractiva, gentil, ingeniosa. Se entregaba con alegría, sin recelos ni dudas. Para ella, cada sesión nuestra en la intimidad era una fiesta. Caminaba a mi lado cogida del brazo, feliz y sin ningún reparo por mi edad, pese a que yo era bastante mayor que ella. Sus conversaciones eran interesantes. ¿Por qué yo no me animaba a hacerla mi compañera de vida? Solamente puedo dar una respuesta: yo era yo. Inconsciente e indeciso. La sicología popular sostiene que los varones dejamos partir a las mujeres que realmente nos aman, y suspiramos por las complicadas. También eso lo he comprobado en la práctica. También yo, en alguna oportunidad, he padecido por causa de una casquivana que me daba su amor a cuentagotas y que, ahora lo veo, claramente, no valía como pareja ni la cuarta parte de lo que valía Vivien.

-        Tu amor siempre fue una mentira -continuó ella-. He contado todo al señor Jiménez, el encargado de almacén en la empresa. Él se ha sorprendido y me ha dicho que, en tu lugar, estaría feliz. También he pedido consejo a una profesora de mi Instituto. Ambos han coincidido en lo mismo: tú no me quieres. Es duro reconocerlo, pero es la verdad; tú no me quieres. Todas tus palabras solamente fueron mentiras.

Permanecí callado y con la mirada baja. Entonces ella se puso de pie, mirándome casi con desesperación. Había algunas lágrimas en sus ojos. En ese momento yo tenía que haberla abrazado y tomado su rostro con mis manos. Haberle dicho que mi amor era sincero y nunca nos separaríamos. Decirle que deseaba compartir mi vida con ella. Pero no lo hice. Me dejé llevar por la inercia. Vivien comenzó a alejarse caminando muy lentamente junto a las larguísimas rejas del Parque de la Reserva. La absurda indecisión mía me impedía llamarla. Hasta que desapareció en la distancia.

Ahora que han pasado tantos años sin ella y me acerco al sepulcro, no puedo evitar musitar a veces las últimas estrofas del tema Mentiras, del grupo musical Antología:

 

Y ya verás que todo lo que se hace se paga en esta vida

y sentirás cómo duele el alma cuando se marchita en agonía

 

Y ya verás que todo lo que se hace se paga en esta vida

y sentirás cómo duele el alma cuando se marchita en agonía

por la herida


Hasta ahora solamente poseo una explicación para el error de haber alejado de mi vida a aquella maravillosa muchacha.

Es que, en ese tiempo, yo era yo.